SdV/T1 — E4
Secundario de Varones — Episodio 4La versión local del engreído, vanidoso y bravucón estereotipado en las películas de los 80´ — Johnny Lawrence en Karate Kid, Iceman en Top Gun – llegó al secundario desde otro colegio. Como en aquellas, era el rubio de los –trillados- ojos celestes; una especie de Kevin Bacon con la sonrisa de un yacaré. Marcos Píndaro veía en su imagen algo perfecto y remarcaba todo el tiempo supuestas virtudes propias. Si se arremangaba las mangas de la camisa …
La versión local del engreído, vanidoso y bravucón estereotipado en las películas de los 80´ — Johnny Lawrence en Karate Kid, Iceman en Top Gun – llegó al secundario desde otro colegio. Como en aquellas, era el rubio de los –trillados- ojos celestes; una especie de Kevin Bacon con la sonrisa de un yacaré. Marcos Píndaro veía en su imagen algo perfecto y remarcaba todo el tiempo supuestas virtudes propias. Si se arremangaba las mangas de la camisa, procedía inmediatamente a frotarse con fuerza -en palabras suyas- “unos antebrazos de la San Puta”, testimoniales de sus largas temporadas jugando al polo. Desde ya era usual que los lunes fanfarroneara sobre su conquista del fin de semana- “no saben la mina que me hice mierda el sábado”. Sin embargo sus aspiraciones de macho alfa encontraron limitaciones en varios flancos. Aunque podía presumir los necesarios pergaminos sociales –una familia numerosa de Barrio Norte con algunas hectáreas de campo — había llegado tarde para sentarse en la mesa de la élite. Los lugares dominantes, en clanes sociales largamente establecidos, estaban ocupados. Y a la hora de despertar nuevas simpatías, a Marcos le pesaba su propia naturaleza. Detrás de esa sonrisa orgullosa, el cuchillo era muy visible, y lo sacaba demasiado rápido.
Pasó el tiempo y Marcos Píndaro no terminaba de encajar. A diferencia de la grasa del montón, o los que años más tarde serían conocidos como “alternativos”- socialmente intrascendentes, pero con sentido de pertenencia- él no tenía tribu. Y necesitaba con desesperación ser el jefe de una. Aparentemente fuera del colegio tenía una bandita; amigos de campos vecinos con los que bebía e iniciaba reyertas en tal o cual pueblo. Pero en el secundario su rango era disputado. Hasta los alternativos trazaban una raya si Marcos excedía su cuota de arrogancia. Como esa vez que la profesora de física lo convocó al pizarrón y Píndaro se lució en la resolución del problema. Volvió a su banco caminando lentamente, con el pecho inflado, acomodando su flequillo hacia un lado como si estuviera por recibir una tiara de laureles. Pero cuando Roberto Lattuana gritó desde el fondo -“bien Marqui…you´re a beautiful boy!” y la clase entera estalló de risa, Marqui debió guardar para sí la efervescencia de su ego.
Llegado el año final del bachillerato Píndaro puso en práctica un enfoque nuevo. Si no podía ser líder en el reino establecido, entonces crearía el suyo y sería rey. Él no era el único outsider, y entendió que nadie quería sentirse afuera. Alrededor de la élite orbitaban otros flacos que no terminaban de amalgamarse. Como Mico Sánchez Pléyade, también nuevo y algo retraído, o Emanuel Díaz Cruz quien a diferencia de los de la élite, no jugaba al rugby. Y un tercero, criado al calor y los violentos fríos de una familia disfuncional, incubaba un ser artístico pero también necesitaba pertenecer. En la superficie, el artista podía pasar por uno más; pero masificarse -para compensar la ingravidez de sentirse diferente – no estaba en él. Los grupos lo exponían, desconfiaba de las jerarquías. Marqui se enfocó en estos individuos. Escondió el facón bajo el poncho, moderó su dentellada y, explotando los berretines de cada cual, ensambló una plataforma donde plantar su trono. Pacientemente, de a uno, los fue engarzando a una precaria -pero tangible- corona para su cabeza.
Traspuesta la mitad del año, los cursos de quinto se embarcaron hacia Bariloche en dos grandes buses. Píndaro vio en el viaje de egresados la oportunidad perfecta para consolidar su influencia; para bañar en oro esa corona. Sin embargo la primera alarma sonó pronto, cuando los colectivos llegaron a destino. Solo un puñado de alumnos esquiaba con frecuencia y el artista era el único que portaba equipo propio, tal como cada invierno cuando visitaba en Chile a su padre. Desde la ventanilla del bus Marqui observó al artista cargarse los esquís al hombro y sintió un puntazo de envidia. Era clara la destreza de su –pretendido- subordinado en una disciplina que él no dominaba. Marcos se sintió desafiado.
La situación empeoró en la pista de esquí. Marqui había subestimado gruesamente el contexto; éste era otro planeta. Descubrió pronto que sus años sobre caballos de polo, los botines sexuales y su inagotable repertorio de fraseología intimidante eran irrelevantes sobre la nieve. Moverse con esas enormes botas plásticas le resultaba imposible. Y con los esquís puestos, el suelo blanco se le hacía un espeso cemento fresco. Los instructores determinaron la nueva jerarquía: novicios vs. avanzados. Los primeros -casi todos-comenzaron las lecciones sobre la pista plana, en la base del cerro. Como niños en un jardín de infantes, veían ir y venir a los avanzados bajando las laderas empinadas a la velocidad de la luz. Un fulgor que cegaba la mirada glacial del novicio Píndaro.
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A la vuelta de las pistas Marqui se dispuso a reestablecer el orden natural. En el hotel se caminaba en dos piernas; las mesas en el salón tenían cuatro patas. Y para él, las egresadas del colegio inglés que coincidían temporalmente en el hospedaje, bueno, estarían a veces en dos y otras en cuatro. El comedor bullía de excitación; las carcajadas eran contagiosas. Cada mesa contaba sus anécdotas de la reciente experiencia en la nieve. Los intentos fallidos, los pequeños progresos, la guerra de bolas, el que no se animó a tomar la aerosilla y terminó haciendo culopatín. La de Píndaro no fue la excepción, pero éste hablaba y gesticulaba con exageración, preocupado por reestablecer un liderazgo que percibía esquivo. Llegado su turno, el artista describió con admiración la espectacular vista desde la cima, muy diferente al paisaje lunar chileno que lo tenía acostumbrado. Y la dificultad de las pistas de ahí arriba. Pintando su cuadro sin advertirlo, el artista había invertido los roles en la pirámide de Píndaro. A oídos de Marcos este relato lo disminuía; las palabras del artista eran intolerables granos de una sal cayendo sobre la herida de su orgullo. Píndaro lo cruzó con un sablazo -“Claro, porque solo sos un boludo que esquía!”.
-“Y vos sos un boludo que no esquía!”- le retrucó el artista, sin mediar palabra ni comprender de qué iba aquello. Las ventanas estaban cerradas y sin embargo, de un golpe, el aire sobre la mesa se congeló. Ninguno de los cuatro pronunció palabra durante el siguiente minuto. El eco de ese intercambio hizo evidente la fricción.
Terminada la cena abrió el boliche del hotel. Marqui decidió recuperar terreno y sofocar la rebelión, dejando claro quién era él con las minitas del colegio inglés. Si no habían notado sus ojos azul cielo bajo las antiparras, los apreciarían ahora en plenitud. Pero las chicas -esquiadoras avanzadas- ya se habían cruzado en las pistas con el artista, y éste había suscitado la atención de Ana, la más linda del grupo; también la más inocente. Marqui debió conformarse con Marina -unos escalones debajo- quien cayó por el cliché Píndaro y cerró muy pronto el trato. Ana y el artista charlaron un rato, acordaron encontrarse al día siguiente en la ladera norte, y se fueron a dormir. Marqui siguió tomando y estiró la noche, hasta llegar a terreno conocido. Ya para despejar el cuarto que compartía con el grupo o descargar su frustración sobre el artista, ideó una provocación. Sumó a Mico -el tímido- como cómplice y sustrajo de la barra un balde con hielo derretido. Entraron ambos en la habitación del grupo donde el artista parecía dormir, y entre arteras risotadas alcohólicas, Marqui derramó el agua fría sobre la cabeza del díscolo. El artista no reaccionó; los había escuchado entrar y el instinto le había aconsejado fingir que dormía. Sin motivos propios para confrontar, dedujo que cualquier pie le bastaría al agresor para escalar a una pelea. Píndaro y su recluta se fueron como habían venido: -“dejálo al boludo éste, jaja, está muerto el hijo de puta!”.
A las pocas semanas Germán Caldo organizó una fiesta reencuentro; una excusa para ver a las chicas del colegio inglés. Muchos -como el artista- esperaban la oportunidad para concretar lo iniciado durante el viaje. Lo mejor de la casa era el jardín, que se fundía con el parque de la Reserva del Club Indio. La noche arrancó bien; el clericot estaba en su punto justo. El artista se alegró de ver a Ana, notando enseguida que estaba preciosa. Fue evidente para todos que Ana compartía esa alegría. Por supuesto estaban Marina y Marqui. Además de su novia, Píndaro estaba escoltado por dos o tres tipos con cara de adultos, intimidantes…su banda pueblerina.
Esta historia no termina como el Karate Kid, tampoco como Top Gun. No hay patada milagrosa; voltereta salvadora. Si Marcos Píndaro planeó o improvisó lo que sucedió a continuación, es difícil decirlo. Probablemente aún quería imponer su implacable agresividad; refrendar finalmente su rango. O darle una lección al artista, ponerlo de una vez en su sitio. Los hechos indican que todo junto. Con inocentes jueguitos de copas, que cansaron muy pronto a su novia, Marcos se las ingenió para emborrachar a Ana y apartar al artista. Evidentemente Ana no bebía con frecuencia; quedó enseguida a merced de una borrachera que la entumeció al punto del desmayo. Píndaro y sus amigotes la llevaron a un cuarto contiguo. La dejaron caer sobre la cama y comenzaron a manosearla. Entre risas y exclamaciones le sacaron blusa y corpiño. La besaron en la cara, el cuello, y le tocaron los pechos. En ese cuadro los sorprendió el artista y les gritó que parasen. Marqui y uno de sus grandotes lo detuvieron, amenazantes, en el umbral de la puerta. Aquí Marqui jugó su mejor carta: -“andá a llamarla a Marina…estamos borrachos-rápido, apuráte que no sé lo que vamos a hacer”. En shock, y amedrentado por esa jauría en celo, el artista comprendió que no había otra salida para evitar la vejación. Y corriendo por el parque completó la emboscada, la ubicó a Marina. Le dijo que Marqui la llamaba; que su amiga la necesitaba. Marina debió leer el horror sobre la cara del artista, descifrar algo en su insistencia. Pero desde la negación de quien comienza un amor, demoró el tranco de su respuesta. Cuando finalmente primó la preocupación -por la amiga o por su novio- y corrió hasta la casa, la puerta del cuarto ya estaba cerrada. Y detrás, con Píndaro a la cabeza, los salvajes devoraban el cuerpo de Ana sin piedad.
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El noviazgo de Marqui continuó. Marina, coercionada, pragmática o aún enamorada, no cuestionó su versión de los hechos – “los chicos se fueron un poco de mambo – cuando toman hacen boludeces”. Con idéntica premeditación y alevosía, también con una saña sombría, Píndaro convirtió al artista en una especie de paria. Removió su huella de la historia y lo pintó como traidor. Pocas veces se había escuchado una falta de códigos semejante; nadie mandaba al frente a un amigo con la novia. Por su parte, el artista sintió asco por lo sucedido, rabia por la injusticia de los hechos. A la sentencia dictada por Píndaro le sumó una mucho peor; la propia. Se juzgó débil, estúpido y cobarde. Y pensando en Ana, lo asolaron la culpa y el remordimiento. Llenó los largos y vacíos días que siguieron conjurando fantasmas de lo que pudo ser. Tal vez Ana tenía un hilo de conciencia esa noche; y para evitar que la violencia escalase, la chica había adoptado idéntica pasividad que la suya en el cuarto de Bariloche. Las implicancias de esta reflexión terminaron por derrumbarlo. Con su inacción en el hotel había agitado el río; atado una cabrita al muelle, y despertado de su siesta al yacaré.
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Según parece, Marcos Píndaro es hoy vicepresidente de ventas en una multinacional alimenticia; un enorme conglomerado centroamericano de matriz diversificada. En su avatar de redes resalta esa sonrisa arrogante y violenta; la pretensión de su propia importancia. Es concebible que trepe un día hasta el puesto de CEO: el mundo corporativo es un traje hecho a su medida. Su esposa e hijas, si las tiene, estarán orgullosas.
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Un thriller urbano por R.P.Browne!
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