Los Inmortales

Ax y R se alis­tan para la noche — volverán a KAL. Aunque que­da lejos, es el boliche que pasa la mejor músi­ca y atrae las minas más rock­eras. Se han tur­na­do para esa ducha con la que sacar la sal de la piel, sobre todo de la cabeza: ambos se han deja­do el pelo largo hace más de un año. R ya tiene pues­ta la campera de cuero mar­rón y Ax la propia, de un jean tan gas­ta­do como los tres o cua­tro bil­letes -con la cara de Arti­gas- que guar­da en un bol­sil­lo del pecho…

0.

Ax y R se alis­tan para la noche — volverán a KAL. Aunque que­da lejos, es el boliche que pasa la mejor músi­ca y atrae las minas más rock­eras. Se han tur­na­do para esa ducha con la que sacar la sal de la piel, sobre todo de la cabeza; ambos se han deja­do el pelo largo hace más de un año. R ya tiene pues­ta la campera de cuero mar­rón y Ax la propia, de un jean tan gas­ta­do como los tres o cua­tro bil­letes -con la cara de Arti­gas- que guar­da en un bol­sil­lo del pecho.

El últi­mo paso antes de pon­er un pie afuera de la casa es fun­da­men­tal: deben preparar el cuar­to. La Madru­ga­da que­da a pocas cuadras de La Bar­ra, es muy cómo­da y tiene un carác­ter que la dis­tingue –entre alpino y criol­lo, esen­cial­mente espar­tano. Den­tro, huele a mue­bles de algar­robo, almíbar para duraznos en con­ser­va y taba­co para pipa. Sin embar­go, como vivien­da, sigue en tran­si­ción. Los padres de Ax com­praron el ter­reno unos años atrás y éste incluía un galponci­to blan­co, que los Spun­gen han ido expan­di­en­do y adap­tan­do para los ver­a­nos y su futuro retiro en Uruguay. Pero por aho­ra los mosquiteros no son fiables. Si los chicos quieren pegar un ojo a la vuelta, deberán evi­tar el ataque de los fierísi­mos mos­qui­tos ori­en­tales — un inso­portable Pearl Har­bour de vam­piros kamikaze. Cier­ran ven­tana y corti­nas, y cada cual pro­tege la almo­ha­da de su catre bajo el cubre­ca­ma. R sale del cuar­to en silen­cio, cuidan­do no des­per­tar a los padres de su ami­go, mien­tras Ax agi­ta la lata de insec­ti­ci­da, como para pin­tar un graf­fi­ti. Seguida­mente se cubre boca y nar­iz con la remera que lle­va pues­ta -The Cramps, la ganado­ra-, y (en un mis­mo movimien­to) rocía lenta­mente el cuar­to retirán­dose hacia la puer­ta, que cier­ra con el sig­i­lo de un nin­ja. Ningún insec­to escapará a esa niebla mor­tal; de regre­so encon­trarán una doce­na de mos­qui­tos -patas arri­ba- agon­i­zan­do sobre las camas y el piso.

Fuera de la casa se escuchan ladri­dos dis­tantes. Los chicos se suben a la moti­to y la arras­tran con los pies sin arran­car­la, ya que el cuar­to de los padres se recues­ta sobre el frente. Aprovechan la calle bar­ran­ca aba­jo para sumar impul­so y solo entonces ‑sin patear el arranque- R le da gas al acel­er­ador, ponien­do el motor en mar­cha. De vuelta con­ducirá Ax. La luz reb­o­ta sobre los eucalip­tos que enmar­can el camino, y es sufi­ciente para dis­tin­guir los pozos pequeños de los enormes -bucos, en idioma local. Pocas calles en el bar­rio El Tesoro están asfal­tadas. Lle­gan pron­to a la aveni­da prin­ci­pal y sus pier­nas, caderas y espal­da agrade­cen la difer­en­cia. Atraviesan el tumul­to de La Bar­ra, las playas de Mon­toya y Biki­ni, y cuan­do se despe­ja la ruta -pasan­do Man­an­tiales- el ciclo­mo­tor se trans­for­ma en una Harley. Son ape­nas cin­cuen­ta kilómet­ros por hora, pero rugen como doscien­tos. Aquí van -a la aven­tu­ra- dos jóvenes guer­reros con sus espadas invis­i­bles, sobre un brioso cor­cel que tran­spi­ra naf­ta (con cin­co por cien­to de aceite para motor). La lib­er­tad les pega a los ami­gos en la cara y sus crines vue­lan como capas al vien­to. En la ruta a José Igna­cio – KAL es a mitad de camino- R apa­ga unos instantes la luz delantera, descor­rien­do al paso el telón de una noche aus­tral, salpic­a­da de estrel­las. La playa es un desier­to, y a pocos met­ros –mano derecha- rompen las olas.

1. Rus­sell

Rus­sell cuel­ga el telé­fono. Sean le aca­ba de con­fir­mar-des­de el invier­no bore­al- que par­tic­i­pará en la pelícu­la. El direc­tor da un sor­bo a su scotch y res­pi­ra alivi­a­do. Nun­ca es fácil diri­girse a este gigante, múlti­ples encar­na­ciones de Bond. En el set es un pro­fe­sion­al, y fuera de éste, un caballero. Pero su carác­ter no le va en saga a la leyen­da. Cues­ta creer que el escocés haya acep­ta­do repe­tir el papel de Ramírez para esta secuela. Entiende que Christophe –Christo­pher, en los crédi­tos de Hol­ly­wood- quiera reed­i­tar a Con­nor MacLeod, y apun­ta­lar su incip­i­ente pop­u­lar­i­dad. Tam­bién que Michael -el malo de Scan­ners, y recien­te­mente, de Total Recall- se entu­si­ame con inter­pre­tar al Gen­er­al Katana, el vil­lano per­fec­to. Nada que obje­tar­le a Vir­ginia -la infaltable cara boni­ta que pre­mi­ará al héroe- en un seg­men­to tan dis­puta­do de Hol­ly­wood; la chi­ca ya cam­i­na cómo­da sobre las dunas de la cien­cia fic­ción. Rus­sell se mira al espe­jo, se ras­ca la mele­na rubia y ensor­ti­ja­da, y repasa la con­ver­sación con Sean. Sea cual fuere su atrac­ción por Argenti­na –prob­a­ble­mente el soc­cer- el mila­gro sucedió. Para com­pen­sar los jugosos cachets ofre­ci­dos a sus estrel­las, la pro­duc­ción ha deci­di­do rodar en el fin del mun­do, donde el dólar es rey. En su cabeza, el país sudamer­i­cano ha de ser como Brasil -donde filmó sus famosos clips de Durán Durán- con algo de su Aus­tralia natal. ¿Qué puede salir mal?

2.

Es medi­a­dos de Abril y del ver­a­no quedan pocos ras­tros. Ax tran­si­ta los pasil­los de la UCA, tararea un tema de Ataque 77, y se pre­gun­ta “¿qué mier­da hago acá?”. De vuelta en su casa lo lla­ma a R. La últi­ma vez que se vieron, sem­anas atrás,  fue en un concier­to de Cemen­to. La prop­ues­ta de hoy es dis­tin­ta: ano­tarse en una agen­cia de extras -le pasó el con­tac­to un ami­go del her­mano- que bus­ca fla­cos con sus per­files, para una película.

A los pocos días R, mien­tras dibu­ja sobre el tablero, se dis­trae con un noticiero. La con­duc­to­ra –tiene cara de palo­ma y el pelo roji­zo - tira la bom­ba y la cabeza de R explota… High­lander II se fil­mará en Argenti­na. Es fanáti­co de la primera pelícu­la; ha alquila­do ese VHS diez veces, y –sec­re­ta­mente- sabe que ha sido la inspiración de su actu­al mele­na. Pasan dos sem­anas y los ami­gos reciben el lla­ma­do de la agen­cia. Deben pre­sen­tarse el viernes a las seis de la mañana en Cer­ri­to y Paraguay, donde un trans­porte los lle­vará a los estu­dios de fil­mación. No caben den­tro de sí, ¡actu­arán en High­lander! Ya pueden ver su cara, al lado de los pro­tag­o­nistas, en el car­tel de estreno.

Christophe

El teatro donde fil­marán esta sem­ana ‑pien­sa Christophe- es sober­bio. Han can­ce­la­do todas las fun­ciones y no se ha lev­an­ta­do, a niv­el domés­ti­co, ningu­na polvare­da. Lon­dres jamás hubiera cedi­do su Roy­al Opera, ni Milán su renom­bra­da Scala. Y sin embar­go, los diar­ios más pres­ti­giosos refle­jan la –supues­ta- impor­tan­cia del roda­je para la ima­gen del país. Un país muy gen­eroso, se dice Christophe, des­cansan­do entre tomas en un pal­co del Colón. Tiene una resaca desco­mu­nal; por suerte hoy solo debe mirar a la cámara, nada de par­la­men­tos. La noche de Buenos Aires lo ha entron­iza­do ape­nas ater­rizar. Su sola pres­en­cia en un boliche acti­va -como un poderoso imán- la prox­im­i­dad de famosos autóctonos, mod­e­los bel­lísi­mas y sus­tan­cias pro­hibidas. Nun­ca se ha sen­ti­do una cele­bri­dad, y sin embar­go, en esta ciu­dad todos quieren conocerlo.

3.

La esper­a­da madru­ga­da del viernes llegó. El frío de prin­ci­p­ios de Mayo ha pela­do los plá­tanos de la ciu­dad has­ta la últi­ma hoja. R ape­nas apri­eta -sobre la calle French- el botón del 9ºB. Las reglas Spun­gen se apli­can en Buenos Aires con idén­ti­co rig­or. Al segun­do escucha un seco -“bajo” de Ax. En la calle aún no hay un alma. Ni ras­tros de baldes o mangueras en la vere­da; tam­poco encar­ga­dos. El bon­di lle­ga a tiem­po y vuela por San­ta Fe. Cuan­do bajan –sobre La Casa del Teatro- agar­ran por Lib­er­tad a todo tran­co y, por más cal­ma que quier­an aparentar, se largan a la car­rera. Super­an los escalones de la diag­o­nal de la plaza con pre­cisos saltos que sacu­d­en sus pelos como en un recital, y emer­gen en la esquina opues­ta. Y los tran­quil­iza ver, al aprox­i­marse, la cula­ta del ómnibus prometi­do. Pero cuan­do la ocha­va se endereza, sobre Cer­ri­to, una visión imposi­ble los deja pet­ri­fi­ca­dos sobre la vere­da. Los dos ami­gos quedan como estat­uas de sal, a la oril­la de un mar de pelu­dos: no han sido los úni­cos seleccionados.

La esce­na es tan ines­per­a­da, extraña, tan con­fusa y cómi­ca a la vez, que los chicos se miran en una car­ca­ja­da muda. ¡¿Qué cara­jo hacen cin­cuen­ta tipos de pelo largo para­dos en una esquina de la 9 de Julio desier­ta?! Es como si hubier­an ater­riza­do sobre un aster­oide en otro plan­e­ta; parece un recuadri­to de Solano López con guión de Oester­held. En el lecho de este colos­al cañón urbano algunos fla­cos con­ver­san bajo, otros tan­tos fuman. Todos sim­u­lan que esto es lo más nat­ur­al del mun­do. R mira hacia arri­ba, como que­rien­do ori­en­tarse, y las úni­cas estrel­las que ve –a esa hora inter­me­dia- son las cien mil chap­i­tas redondas y espe­jadas del car­tel de Auro­ra Grundig sobre el edi­fi­cio, mecién­dose con el viento.

Los ojos de Ax, todavía enormes, se abo­can a fil­trar sin pausa las dis­tin­tas tribus y proce­den­cias del espec­tro pelilargo. Mucho met­alero conur­ba con tachas, en ver­siones Heavy  –escucharán Maid­en, o Motör­head-, Soft/Glam –Bon­Jovi, Def Lep­pard — y local –Her­méti­ca o Riff. Tam­bién dis­tingue una impor­tante man­a­da Stone, con camper­i­tas de jean y palesti­nas al cuel­lo, la cual se funde con un puña­do de Ramoneros desve­la­dos. R señala otro grupi­to, delata­do por su pos­tu­ra medi­da­mente casu­al, las exager­adas zap­atil­las amer­i­canas de cue­ri­na blan­ca en bota -lengüe­tas bien afuera- y los ari­tos dora­dos en una úni­ca ore­ja. Son chicos mal­os de Bel­gra­no tiran­do a Núñez; ver­anean en Pun­ta del Este (solo en Febrero) y social­izan en clubes como G.E.B.A, o Hacoaj. Final­mente se recor­tan los rulos de tres o cua­tro fans de Locomía, quizás Gyp­sy Kings: los aros son más grandes –casi argol­las- y las botas, muy pun­ti­agu­das. Y des­de luego están ellos dos. La minoría que, de ser rev­e­la­da, logrará el odio automáti­co del resto; bajo sus cha­pas rebeldes, Ax y R son niños bien — de Reco­le­ta y Botáni­co. El rece­lo inter-trib­al los pro­tege de momen­to. Para sí se pre­gun­tan si lograrán sobre­vivir, nada menos que tres días, a esa jungla de testos­terona capi­lar. Muy pron­to baja del bon­di un pela­do de anteo­jos, quien -con la voz algo intim­i­da­da- comien­za a tomar lista, deslizan­do su birome sobre un por­ta­pa­pe­les.  La masa se agol­pa alrede­dor del estri­bo y un gigan­tón Stone, con fac­ciones de ogro y la voz grue­sa, gri­ta -“¡no se´cuchaaa!” y var­ios más -apoyan­do al caudil­lo- lo siguen con un sonoro -“¡Shh­h­h­h­h­h­h­hh!”. La con­mo­ción dis­min­uye con­forme suben los pelu­dos al bus, pre­vio chequeo de sus nom­bres en la planil­la.  R se pre­gun­ta si no debier­an, además, cac­hear­los de armas.

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4. Michael, Virginia

La pro­duc­ción ha hecho un buen tra­ba­jo en San Isee­dro. Según le han con­ta­do a Michael, los estu­dios fueron con­struí­dos en antiguas cabal­ler­izas para los “pin­gos” –race­hors­es- de la aris­toc­ra­cia local. Los dec­o­ra­dos con­fir­man el tal­en­to argenti­no; tam­bién evi­den­cian los agu­jeros del guión. Los próx­i­mos días rodarán los inte­ri­ores del plan­e­ta Zeist, una extrav­a­gan­cia que, sabe per­fec­ta­mente el cana­di­ense, los fanáti­cos no per­donarán. Así todo, mantiene sus expec­ta­ti­vas altas. Si todo sale bien, con este papel podrá dejar atrás las frus­trantes casil­las de mil­i­tar, policía cor­rup­to, deal­er o prox­ene­ta.  El direc­tor le ha con­fi­a­do -además de que los cos­tos se api­lan- sus dudas que Christophe aparez­ca sobrio. Para Michael la vida noc­tur­na es cosa del pasa­do; durante la pro­duc­ción de Top Gun decidió ser un hom­bre de famil­ia. “Menos mal” ‑reflex­iona Michael. Esta ciu­dad huele a problemas.

El libre­to orig­i­nal no era gran cosa, y el género -cien­cia fic­ción, aven­turas- da lugar a licen­cias. Pero la ase­gu­rado­ra financiera quiere min­i­mizar el ries­go y ha hecho ree­scribir prác­ti­ca­mente todo, aducien­do garan­tías de platea. Para Vir­ginia, el resul­ta­do es un pas­tiche lam­en­ta­ble. Ya que está acá dis­fru­tará el exo­tismo de este país; la locu­ra de su Ciu­dad. Buenos Aires tiene la den­si­dad de Chica­go, la reg­u­lar­i­dad del Dis­tri­to Fed­er­al y se extiende –aunque plana- como la man­cha inter­minable de Los Ange­les. Su gente no se parece a nada que haya vis­to en Norteaméri­ca. Es tan lati­na como en Méx­i­co, des­de una curiosa fisonomía euro­pea. En la calle los hom­bres la devo­ran con los ojos, cuan­do no le dicen cosas que ape­nas entiende. Pero que entiende per­fec­ta­mente. La logís­ti­ca local parece haber fun­ciona­do hoy; los extras lle­garon y en una hora, mien­tras los téc­ni­cos ajus­tan luces y efec­tos, comen­zarán los ensayos. Sean se ha rehu­sa­do a par­tic­i­par del tedio – el escocés está molesto otra vez- y solo sal­drá de su camarín para el roda­je final de la escena.

Lo primero al bajar del bon­di es un efi­ciente desayuno, en un ámbito bas­tante frío: largas mesas ocu­padas por mul­ti­tud de tipos con aspec­to hosco, den­tro de un galpón mitad cole­gio, mitad penal de Olmos. Al Ogro se le ha suma­do un cani­jo rolin­ga que lo sigue a todas partes. Según le escucharon en el micro, es bater­ista en el grupo “Hijos de una gran ban­da”. -“Como puta, pero ban­da”, había aclara­do. Ax y R for­man fila con sus ban­de­jas y, una vez servi­dos, se inte­gran disc­re­ta­mente a la mesa bel­gra­no-nuñeci­na. Es la menos intim­i­dante, y R conoce a uno de los fla­cos. Por aho­ra los ochen­ta dólares diar­ios –serán ricos tres días más tarde- no jus­ti­fi­ca ries­gos. Durante la colación, sin embar­go, algo se distiende. Ven pasar ele­men­tos de pro­duc­ción –cámaras, luces, ves­tu­ario- de un lado a otro y al igual que los demás extras, los ami­gos se entusiasman.

Una asis­tente de pro­duc­ción indi­ca des­de su megá­fono cóni­co que pasen orde­nada­mente al sec­tor ves­tu­ario. Cuan­do lle­gan, Ax y R renue­van el asom­bro: esto parece la cue­va de Alí Babá y los cuarenta ladrones. Algunos pelu­dos ya están dis­fraza­dos, con extrañas pecheras y anchos cin­tur­ones de cuero fil­igrana­do. Tam­bién lle­van botas bucaneras de gamuza, capas y tur­bantes, todo en tonos de mar­rón. Las ropas y acce­so­rios cuel­gan de una doce­na de percheros móviles, y los chicos son con­duci­dos por la ves­tu­ar­ista –como en una línea de mon­ta­je- por los diver­sos talles, has­ta com­ple­tar su kit. Lo mejor, el tesoro, reluce en el últi­mo perchero. Las espadas son espec­tac­u­lares, de met­al sóli­do y liviano, con empuñadu­ra de cuero.

En la sec­ción maquil­la­je les ensu­cian la cara, y la últi­ma para­da es la super­visión de dos coif­feur. Pare­cen pri­mos her­manos naci­dos en con­ti­nentes dis­tin­tos. Son algo rel­len­i­tos, cuar­en­tones y muy aman­er­a­dos; lle­van la bar­ba cuida­dosa­mente recor­ta­da e impeca­ble man­i­cu­ra. El Ogro hace un comen­tario socar­rón y otros pelu­dos se ríen, empezan­do por el Cani­jo. El pelu­quero local –res­ig­na­do- rola los ojos  en un gesto  que su par norteam­er­i­cano, de ojos claros, com­prende al vue­lo. Aún así los pelu­dos deben some­terse a las lig­eras manos de los pro­fe­sion­ales, que se tur­nan con un spray y les revuel­ven la cabellera para lograr un efec­to sauvage.

5.Sean

Sean acep­tó reen­car­nar a Ramírez solo para venir a este país, que lo intri­ga pro­fun­da­mente. Es una joven democ­ra­cia y cuen­ta con una mod­es­ta indus­tria cin­e­matográ­fi­ca, pre­mi­a­da con un Oscar el año en que rodaron “High­lander”, - la pelícu­la orig­i­nal- hoy de cul­to. El mis­mo año en el que Argenti­na logró su segun­da copa del mun­do, de la mano de ese genial número diez. Tan irrev­er­ente pero aún más bra­vo que el leg­en­dario George Best. Toda Esco­cia cele­bró los goles argenti­nos con­tra esos ingle­ses arro­gantes –recuer­da Sean-, sobre todo en Glas­gow, diez­ma­da por la Dama de Hier­ro. Y otros cuan­tos lle­garon a jus­ti­ficar la afrenta mil­i­tar argenti­na con­tra la coro­na, por aque­l­las islas del sur. Él siem­pre ha pen­sa­do que las ver­daderas con­quis­tas -como la inde­pen­den­cia de Esco­cia- son una cuestión de tiem­po; cuan­do el tiem­po es el adecuado.

La asis­tente recibe la orden por walkie talkie; arrea al pelotón al set, y en el cor­to trayec­to las difer­en­cias entre los extras desa­pare­cen. Debe ser la magia del cine. El ves­tu­ario ha uni­for­ma­do proce­den­cias, bol­sil­los, acti­tudes, y aho­ra todos son –pien­sa Ax- guer­reros lis­tos para la batal­la. Su capa lo inco­mo­da; la siente un poco larga y restringe su destreza corporal.

La escenografía cap­tura de inmedi­a­to la aten­ción de R. Han recrea­do el cas­co de una nave espa­cial, impacta­da en medio del desier­to. El inte­ri­or es oscuro. Sobre­salen los restos (sim­u­la­dos) de una estruc­tura metáli­ca. Hay pun­tales recor­ta­dos a un metro del piso, y a media altura un puente-bal­cón con baran­da; de la cubier­ta cuel­gan cables. Enfrentan­do el puente, sobre un costa­do, hay una gran aber­tu­ra, y detrás el fon­do sin­fín de un desier­to que -solo muy de cer­ca — rev­ela ser un telón. Hay are­na en el sue­lo y potentes luces que com­ple­tan la ilusión. El direc­tor, como un gen­er­al, va aco­modan­do las posi­ciones de la tropa según un cri­te­rio no aparente a los ami­gos. R que­da cer­ca del cen­tro y Ax en la per­ife­ria. Tam­bién le hace sacar – “par favaour sign­or”- el tur­bante a uno que otro extra, des­cubrien­do un par de cabelleras salvajes.

En el aire, caliente por las luces, se res­pi­ra expec­ta­ti­va y algo de sudor. Los min­u­tos deam­bu­lan, al igual que los téc­ni­cos ulti­man­do detalles. Comien­za el ensayo. Ellos tienen que man­ten­erse firmes, mien­tras el doble de Sean – igual de enorme- cam­i­na por el puente, se saca la capucha y apun­ta la espa­da hacia la mul­ti­tud deba­jo. Más ajustes, indi­ca­ciones y min­u­tos, que ya son un par de horas. Delante de R var­ios guer­reros se mueven para aco­modar un pelilargo recién lle­ga­do que, curiosa­mente, con­ver­sa con el direc­tor. Tam­poco lle­va tur­bante. Cuan­do Rus­sell indi­ca unas luces detrás y el tipo se da vuelta, R reconoce esa mira­da estrábi­ca; su mar­ca per­son­al: ¡es High­lander! Para los ensayos finales sale al púl­pi­to el autén­ti­co Sean, e impone su pres­en­cia recitan­do un breve discurso.

-“Free men of the plan­et Zeist, hear me!”- y, con­cluye mien­tras señala a Christoph con la espa­da- “I see a man with a great des­tiny before him”.

Repiten la pues­ta unas cuan­tas veces, agre­gan­do toques de efec­to con luces y ven­ti­ladores has­ta que el direc­tor, final­mente sat­is­fe­cho, gri­ta “Action!”. Se ruedan cin­co tomas de la mis­ma esce­na, var­ian­do ape­nas la posi­ción de las cámaras. Los guer­reros sopor­tan de pie un monól­o­go que Ax y R, a esta altura del día, se han apren­di­do de memo­ria… “Free men of the plan­et Zeist, hear me!” 

6.

El tema de con­ver­sación excluyente de los ami­gos, hacia el final del almuer­zo, son las espadas. Muy pron­to regre­sarán al plan­e­ta Tier­ra, a la fac­ul­tad y a todo lo mun­dano. Tienen la obligación –se con­ven­cen- de volver a casa con el pre­ci­a­do tro­feo. Es un sím­bo­lo de mas­culin­idad tan arraiga­do, que no dis­tingue entre fanáti­cos de rock o del Señor de los Anil­los. Mañana se sacarán fotos -R apor­tará la cámara — pero nada mejor que col­gar esa espa­da en la pared del cuar­to, para ser la envidia de amis­tades o impre­sion­ar mini­tas. Ahí mis­mo comien­zan a bara­jar las car­tas de un plan. Coin­ci­den en escon­der el botín -al final del últi­mo día- en algún lugar ady­a­cente al park­ing, para jugársela has­ta el micro en el momen­to deci­si­vo. Tam­bién pactan lo más impor­tante: ¡ni una pal­abra al resto! Min­i­mizan­do el deli­to en for­ma­ción –qué les hacen dos espadas a estos grin­gos- van iden­ti­f­i­can­do posi­bles escon­dites. De vuelta al set señalan -con miradas cruzadas y cóm­plices- ese recov­eco entre un mata­fuego y la pared, aque­l­la hendi­ja de detrás del dec­o­ra­do, que tal bajo los tachos de basura.

La sigu­iente esce­na es sim­ple, y sus indi­ca­ciones curiosas. Cuan­do el asis­tente grite -“¡Bang!”, deben mirarse unos a otros -como atur­di­dos- y acto segui­do salir cor­rien­do fuera de la nave, hacia el desier­to. R no tiene idea del paradero de su ami­go. El primer inten­to es caóti­co: -“¡Bang!” todos quieren salir a la vez. La propia escenografía tiene obstácu­los, como esos pun­tales que sobre­salen y que has­ta aho­ra, cuan­do solo tenían que estar para­dos, no molesta­ban. El asis­tente, con pacien­cia y deter­mi­nación, des­igna gru­pos invis­i­bles que se irán mez­clan­do para evi­tar taponar la aber­tu­ra. Repiten la pues­ta has­ta que el movimien­to de la masa que­da aceita­do. Rus­sell gri­ta -“Action!!”, y el asis­tente -“¡Baaaang!”. Los pelu­dos salen cor­rien­do y cuan­do R está a var­ios met­ros afuera escucha un frustra­do -“¡¡Cooor­teeeen!!” Todos se dan vuelta y allí lo ven: Ax está a metro y medio de un pun­tal que le ha engan­cha­do la capa, y tira con aín­co hacia ade­lante como si quisiera arras­trar la nave entera. El set estal­la en una car­ca­ja­da, incluyen­do a Vir­ginia, fanáti­ca de Buster Keaton.

7.

El sol de otoño entib­ia el recreo de los extras, afuera del estu­dio. Están sen­ta­dos sobre sil­las ple­gables de jardín, con las pier­nas esti­radas, las que cubren con sus capas a modo de man­ta. Den­tro del set el ves­tu­ario es calurosísi­mo; en este frío espa­cio exte­ri­or -con alam­bra­do perime­tral- los dis­fraces son una ben­di­ción. Quedaron que Ax man­oteará del buf­fet algu­nas pro­vi­siones para com­par­tir, mien­tras su ami­go bus­ca lugar afuera. R sep­a­ra un par de sil­las sueltas y se aco­mo­da como uno más, has­ta fundirse con la masa. Los que vienen salien­do hacen –todos- más o menos lo mis­mo. Se paran en el umbral ‑estancan­do la fila-, otean por alguno de su clan, y final­mente dan el paso fuera, con aplo­mo exager­a­do. La tri­buna se entre­tiene. Des­fi­lan los pelu­dos y Ax no aparece; casi no quedan sil­las sueltas y -por las dudas- R cubre con su capa la que plegó para el amigo.

El mur­mul­lo se cor­ta con un por­ta­zo. Su ami­go ha debido empu­jar la puer­ta con un pie ‑razona R. Ax tiene las manos y la vista ocu­padas con una ban­de­ja de comi­da. Todos los ojos se cla­van en su cama­ra­da y -des­de el fon­do- R lev­an­ta el bra­zo para ori­en­tar­lo. El sigu­iente paso de Ax pro­bará ser de sus más mem­o­rables. El chico pone -con decisión- un pie sobre la grav­il­la exte­ri­or, pero su propia capa le ha ocul­ta­do el escalón y vuelve a jugar­le una mala pasa­da. Ax tropieza aparatosa­mente hacia delante y, mien­tras vuela la ban­de­ja, se abre la boca de cada pelu­do para artic­u­lar una car­ca­ja­da estru­en­dosa y despi­ada­da. Para el chico el instante es una eternidad. Afor­tu­nada­mente su memo­ria cor­po­ral da con antiguas clases de judo y rue­da sobre el hom­bro -la capa acom­pañan­do el ovil­lo- has­ta pararse en un gra­ciosísi­mo ¡hop! circense. La car­ca­ja­da lle­ga, y esta vez, tam­bién los aplau­sos. JO-JO-JO-CLAP-CLAP-CLAP. Sat­is­fe­cho la con la fun­ción, el Ogro se recues­ta para una sies­ta. Todavía rién­dose, los ami­gos obser­van lle­gar al Cani­jo acari­cian­do un gati­to de baldío. El flacu­cho quiere hac­er pun­tos y deposi­ta al gati­to suave­mente sobre el rega­zo de su amo, que parece dormi­do. La obse­cuen­cia da vergüen­za aje­na, pero la esce­na es tier­na. El Ogro despier­ta dos segun­dos más tarde e increpa a toda voz: — “¡¿Quién mier­da me puso este bicho enci­ma?!” – “naaah nadie, ¡se subió soli­to!”- dice el Cani­jo, y con una mano artera espan­ta al michi­fuz… –“¡meeeaauu!”.

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8.

Los extras son ajenos al chubas­co financiero que ame­naza la pelícu­la. Nadie, ni la pro­duc­ción ni la ase­gu­rado­ra multi­na­cional, han podi­do pre­v­er algo lla­ma­do “hiper­in­flación”. Para el grupo, el últi­mo almuer­zo será una des­pe­di­da. En los vapores del cal­do se res­pi­ra cama­radería. Hay ham­bre, anéc­do­tas, risas y jodi­tas entre clanes que, dos días atrás, se mira­ban de reo­jo. La mesa de Ogro es la más rui­dosa. En la con­tigua — obser­va Ax- dos fla­cos jue­gan al fút­bol con una boli­ta de pan. R nota que en la mesa de pro­duc­ción y actores, los ros­tros son más serios…algo les ha roba­do el buen humor. Sen­ta­do en el cen­tro está Rus­sell, que parece bas­tante ten­so. Para dis­minuir cos­tos le han quita­do la direc­ción del mon­ta­je. Christophe tra­ba­jó todo el día con su enési­ma resaca, y Sean tiene cara de pocos ami­gos. Has­ta los pelu­queros, con sobre­car­ga de tra­ba­jo, se han sen­ta­do a la mesa en pun­tas opuestas.

En eso la peloti­ta de miga sale de la can­cha –fuerte y arri­ba- y le da al Ogro en la ore­ja. Sus sub­or­di­na­dos lo miran deman­dan­do una reac­ción aira­da. El Ogro se para, man­otea un miñón de la pan­era y lo rev­olea –sin dudar- hacia la mesa agre­so­ra. El obje­ti­vo del Ogro se agacha jus­to y el pan da de lleno en el pla­to hon­do de Rus­sell, el direc­tor, una mesa atrás. El galpón que­da en silen­cio. Nadie sabe qué, pero está por pasar algo. Has­ta el Ogro –sigue de pie- se ha queda­do mudo. Michael obser­va al direc­tor tomar el miñón con tres dedos; de su nar­iz cuel­gan gotas de sopa.  En Aus­tralia no tienen esta var­iedad de pan, pero el crick­et apa­siona mul­ti­tudes. Rus­sell -renom­bra­do bowler en high school- despi­de un miñon­a­zo con furia y efec­to, que sor­prende al Ogro con un “¡TOC!” seco sobre su fle­qui­l­lo Stone. La declaración es explíci­ta y ahí nomás estal­la la guer­ra… ¡Todos con­tra todos! R ve a un bel­grani­ta de su mesa ajus­ti­ciar, con una pata de pol­lo, a un met­alero Glam; más allá un Locomía descon­tro­la y Christophe, que no ve a un metro, recibe una ración de puré en los anteo­jos. El francés no se que­da atrás y responde con un reguero de arve­jas a la marchan­ta. Los pelu­queros alter­nan caras de hor­ror y excitación. -“¡Cuida­do Cristooo!” –dice el local, por Christophe. Vir­ginia se mira con la ves­tu­ar­ista; “¿esto está pasan­do?”. De todo el galpón, Rus­sell es el más entu­si­as­ma­do. Este súbito pasaje a la infan­cia lo ha ale­ja­do por un momen­to de sus prob­le­mas y –a las car­ca­jadas- reparte comi­da a dies­tra y sinies­tra. R dis­tingue, entre la con­fusión, la figu­ra impertér­ri­ta de Sean. Como el rey silen­cioso de un ban­quete medieval, per­manece sen­ta­do, comien­do como si tal cosa. De vuelta en su camarín se mirará al espe­jo: ni una man­cha salpicó su atuendo.

9.

El debate que­da sal­da­do; dejarán el ali­jo bajo uno de los tachos. Han dis­cu­ti­do los movimien­tos dece­nas de veces, durante las pausas en la fil­mación, via­jes en el bus de la pro­duc­ción, y has­ta por telé­fono a la noche. De los escon­dites próx­i­mos a la sal­i­da, éste es el más seguro. Al tér­mi­no del roda­je y antes de pasar al ves­tu­ario por últi­ma vez, R hará de cam­pana mien­tras su ami­go esconde ambas espadas deba­jo los con­tene­dores.  Los roles se inter­cam­biarán cuan­do recu­peren el botín, min­u­tos antes de la sal­i­da, aprovechan­do el tumul­to para subir al bus. Entonces las ocul­tarán con sus respec­ti­vas camperas y par­tir de allí cada cual cor­rerá, has­ta el micro, una cor­ta car­rera a su propia suerte.

El direc­tor reser­va las últi­mas horas a los planos cor­tos de una esce­na reli­giosa. Rus­sell dispone a Sean (Ramírez) y Christophe (Con­nor) de rodil­las, uno frente a otro. Están escolta­dos, de pie, por cua­tro o cin­co guer­reros. Para este rit­u­al ini­ciáti­co, los pro­tag­o­nistas deben con­tem­plar un cál­iz futur­ista, colo­ca­do entre ambos a la altura de sus pecheras. Luego Sean pro­nun­cia unas pal­abras y unge a Christophe como suce­sor. El resto de los extras –tam­bién Ax y R- son invi­ta­dos al sec­tor ves­tu­ario; su tra­ba­jo ha con­clu­i­do. Salien­do del set, ven entrar el chofer del bon­di. La señal es inequívo­ca. El paño está ter­so, el cubilete se agi­ta y los dados ya están rodan­do…“¡Aho­ra!” La adren­a­li­na se trans­for­ma en sudor. R extiende los bra­zos como un mago -soste­nien­do su capa por las pun­tas- y ocul­ta a su ami­go un brevísi­mo e infini­to par de segun­dos. Ax no vac­ila; las desliza con veloci­dad y cuida­do, y las espadas desa­pare­cen bajo el con­tene­dor. En el ves­tu­ario, los ami­gos vuel­ven a su ropa cotid­i­ana, con­ven­ci­dos de haber ase­gu­ra­do el tro­feo. Su ful­gor ya ilu­mi­na, des­de la pared, la sór­di­da ruti­na de sus cuar­tos. Cuan­do dejan el sec­tor se cruzan a la ves­tu­ar­ista, que esta tarde parece más amarga.

10.

La may­oría de los pelu­dos hacen cola a las puer­tas del galpón. Muy pron­to el guardia las abrirá y será el momen­to de dar el zarpa­zo final, antes de subir al bus. El guardia pone la llave para abrir y con la otra mano agar­ra el mani­jón, pero repenti­na­mente su walkie talkie hace “¡pii­ip!”. El tipo se lle­va el apara­to a la ore­ja y mira de reo­jo a la masa de pelu­dos. “Okey, copi­a­do…”- dice. Acto segui­do reti­ra la llave con una son­risi­ta; se da media vuelta y se cruza de bra­zos delante de la puer­ta. Ax y R se pre­gun­tan con los ojos qué cara­jo pasa; con el corazón galopan­do, hacia dónde mier­da cor­re­mos. Alguien debe haber­los vis­to cer­ca de los tachos; seguro que los delató la ves­tu­ar­ista. Se escuchan voces des­de el estu­dio, y un asis­tente, jun­to a otros tipos de la pro­duc­ción y el resto de los guardias, se abre paso entre la mul­ti­tud. El asis­tente no nece­si­ta pedir silen­cio; el aire se cor­ta con tijera: -“FALTAN CUARENTA ESPADAS. O APARECEN YA MISMO, O DE ACÁ NO SE VA NADIE” – y agre­ga- “tienen diez min­u­tos, después lla­mamos a la policía”. Al prin­ci­pio todo es desconcier­to; los chicos no saben si reír o llo­rar. En los primeros cin­co min­u­tos se recu­per­an solo tres piezas. Pero el ultimá­tum surte efec­to –nadie quiere pasar la noche en cana- y empiezan a emerg­er espadas de los lugares más inverosímiles. ¡CLANG-CLANG-CLONG! se van api­lan­do delante de la ves­tu­ar­ista, que las cuen­ta y va colo­can­do en el perchero. Entre las caras que entre­gan el botín, la mujer puede leer fal­sa inocen­cia: “encon­tré una ‑soy un héroe- ¿me la puedo quedar?”; y en las más lán­guidas, tam­bién der­ro­ta: “mier­da, ya casi era mía…”.

El aba­timien­to gen­er­al da paso, ni bien arran­ca el micro, a una algar­abía fra­ter­na. Todos son con­scientes que éste el últi­mo tramo de una expe­ri­en­cia úni­ca, que ninguno quiere soltar demasi­a­do rápi­do. En solo tres días, la pelícu­la ha trans­for­ma­do el rejunte ini­cial en una sola tribu, en un grupo más humano. Voces y vozarrones se fun­den en una can­ción de can­cha con letra ad-hoc: -“¡LE‑A´FANAMOOO LAS ESPADAAA, LE‑A´FANAMOOO LAS ESPADAAA…!”

11.

Los actores han sobre­vivi­do, con algu­nas secue­las, al roda­je argenti­no. Sobre la alfom­bra roja del estreno, Vir­ginia esqui­va la mira­da las­ci­va de un pro­duc­tor invi­ta­do. Com­prende que la juven­tud no será eter­na y mucho menos allí,  en Hol­ly­wood, donde la paga es bue­na, pero el pre­cio muy alto. Michael vis­i­tará al den­tista mañana, en Orange Coun­ty. Tiene que hac­er reparar ese diente roto, cortesía del francés miope durante un due­lo de espadas. A su vez Christophe acari­cia el dedo que casi pierde por un fal­li­do man­doble de Katana, el vil­lano; por las dudas se sien­ta unas buta­cas más a la izquier­da. Cal­cu­la que le lle­vará tres pelícu­las recu­per­ar la inver­sión en esa dis­cote­ca de Buenos Aires. La inspiración, induci­da por un “emprende­dor” local en la sala VIP,  le ha deja­do su resaca más gravosa, y ten­drá que poster­gar su sueño de un viñe­do en la  Provence.

Al menos la sala angeli­na está reple­ta. Fans y críti­cos com­parten gran expec­ta­ti­va; los unos ansiosos de ver el renacimien­to de Con­nor McLeod y Ramírez, los otros por con­sagrar a Rus­sell como el nue­vo Rid­ley Scott. Los primeros cuadros -a la Blade Run­ner- son prom­ete­dores, plenos del glam­our deca­dente de Buenos Aires en un futuro no tan dis­tante. Pero ensegui­da el guión se hace neb­u­loso, y el mon­ta­je espeluz­nante. A los quince min­u­tos una incon­fundible mele­na de rulos se recor­ta a con­traluz. Rus­sell se ha lev­an­ta­do y escurre entre las pier­nas de su fila. Un críti­co toma nota: o el direc­tor está muy con­fi­a­do, o pone los pies en polvorosa. El asien­to que­da vacío. Al final de pelícu­la, la reac­ción de la sala es glacial.

Una niebla tóx­i­ca desciende sobre la pelícu­la, y sus pro­tag­o­nistas. La taquil­la es un fra­ca­so y una a una sus promiso­rias car­reras que­da patas arri­ba. Los pape­les este­lares desa­pare­cen, las ofer­tas intere­santes se esfu­man. La vida artís­ti­ca de Rus­sell y Christophe ya no repun­tará. Michael seguirá de cafi­o­lo y agente FBI in eter­num, y Vir­gina, para sobre­vivir, deberá diver­si­ficar sus energías en algo más que el cine.

12.

Habién­dose dado corte durante meses, R y Ax han logra­do arras­trar a su grupo de ami­gos al cine Améri­ca –sobre Av. Callao- para el estreno. Es el momen­to de verse en la pan­talla grande y pro­bar­les su rel­e­van­cia en un film que -antic­i­pan por las emo­ciones vivi­das- será espectacular.

Las esce­nas que rodaron apare­cen muy pron­to en la pan­talla –los chicos reparten coda­zos a un lado y otro de la buta­ca- pero los ponen en su sitio todavía más rápi­do. Ahí está Ramírez, inter­pre­ta­do por Sean, procla­man­do: -“Free men of the Plan­et Zeist, hear me!”. Las tomas, efec­tos espe­ciales y el sonido realzan a los actores prin­ci­pales,  pero los extras son indis­tin­guibles; una parte más del dec­o­ra­do. Pasan los cuadros y R y Ax se hun­den en los asien­tos. Los codos se ser­e­nan. Con el cor­rer de la cin­ta sus ami­gos van sin­tien­do aliv­io; no ha naci­do ningu­na estrel­la. Y a la sal­i­da, la envidia rema­nente se hace un fes­tín: — “¡qué bien actu­aste Ax, mmmua­ja­já!”; -“¡no te vi en la pelícu­la mele­na, jiájiájiá!”. Algo de niebla los ha alcan­za­do, final­mente, tam­bién a ellos. Ax y R quedan sin espadas ni fama.

Tiem­po más tarde, en un boliche del conur­bano, Ax dis­tingue a uno de los pelilar­gos de la pelícu­la, apoy­a­do sobre la bar­ra. Con la emo­ción de un viejo cama­ra­da se le acer­ca, lo mira fijo a los ojos y suelta la frase: -“Free men of the plan­et Zeist, hear me!” El Ogro no lo reconoce y mucho menos recuer­da la frase. Se endereza, saca pecho y le retru­ca: -“¡¿Qué te pasa?!”. En frac­ción de segun­dos Ax cae en la tri­buna local, con la camise­ta vis­i­tante: -“Naaaa, dis­culpá, me con­fundí….” y rec­u­la sin movimien­tos brus­cos ni ofre­cer la espal­da. Afuera res­pi­ra hon­do; ha sal­va­do su pelle­jo… por un pelo.

Ser leyen­da ha pro­te­gi­do a Sean del vere­dic­to unán­ime de críti­cos y fans: la secuela ha pasa­do a ser “la peor pelícu­la de la his­to­ria”. Tal como en aque­l­la guer­ra de comi­da, el escocés con­tinúa su camino sin salpica­duras, con tan­to aplo­mo como ele­gan­cia. Solo puede haber uno. El úni­co High­lander, el Inmortal.

La vida reen­con­trará a los ami­gos en otros tiem­pos, lugares y aven­turas. En la cima del cer­ro López, y en la del Empire State. Descen­di­en­do al cráter de un vol­cán en Cos­ta Rica, y tam­bién bajan­do por una calle de Gal­way, donde no zum­ban mos­qui­tos.  En Áms­ter­dam, cola­dos en una pro­duc­ción tele­vi­si­va navideña -pleno invier­no- para mezclarse entre los extras y gar­ronear el almuer­zo. La idea se les cruza, pero la comi­da está caliente y ellos, con mucha ham­bre. E inclu­so por una ruta de Ana­to­lia, bus­can­do ras­tros de una civ­i­lización per­di­da, cuyo paisaje evo­ca la aridez del plan­e­ta Zeist. Ese espíritu naci­do en la juven­tud, y for­ja­do durante décadas al fuego de recuer­dos inmor­tales, es el ver­dadero tesoro.

In memo­ri­am Sean Con­nery 1930–2020

“High­lander II ‑The Quick­en­ing” set, ear­ly 90’s. From left to right (1st) RP Browne, (3rd) Christophe Lam­bert, (4th) Sean Connery.

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