Los Inmortales
Ax y R se alistan para la noche — volverán a KAL. Aunque queda lejos, es el boliche que pasa la mejor música y atrae las minas más rockeras. Se han turnado para esa ducha con la que sacar la sal de la piel, sobre todo de la cabeza: ambos se han dejado el pelo largo hace más de un año. R ya tiene puesta la campera de cuero marrón y Ax la propia, de un jean tan gastado como los tres o cuatro billetes -con la cara de Artigas- que guarda en un bolsillo del pecho…
0.
Ax y R se alistan para la noche — volverán a KAL. Aunque queda lejos, es el boliche que pasa la mejor música y atrae las minas más rockeras. Se han turnado para esa ducha con la que sacar la sal de la piel, sobre todo de la cabeza; ambos se han dejado el pelo largo hace más de un año. R ya tiene puesta la campera de cuero marrón y Ax la propia, de un jean tan gastado como los tres o cuatro billetes -con la cara de Artigas- que guarda en un bolsillo del pecho.
El último paso antes de poner un pie afuera de la casa es fundamental: deben preparar el cuarto. La Madrugada queda a pocas cuadras de La Barra, es muy cómoda y tiene un carácter que la distingue –entre alpino y criollo, esencialmente espartano. Dentro, huele a muebles de algarrobo, almíbar para duraznos en conserva y tabaco para pipa. Sin embargo, como vivienda, sigue en transición. Los padres de Ax compraron el terreno unos años atrás y éste incluía un galponcito blanco, que los Spungen han ido expandiendo y adaptando para los veranos y su futuro retiro en Uruguay. Pero por ahora los mosquiteros no son fiables. Si los chicos quieren pegar un ojo a la vuelta, deberán evitar el ataque de los fierísimos mosquitos orientales — un insoportable Pearl Harbour de vampiros kamikaze. Cierran ventana y cortinas, y cada cual protege la almohada de su catre bajo el cubrecama. R sale del cuarto en silencio, cuidando no despertar a los padres de su amigo, mientras Ax agita la lata de insecticida, como para pintar un graffiti. Seguidamente se cubre boca y nariz con la remera que lleva puesta -The Cramps, la ganadora-, y (en un mismo movimiento) rocía lentamente el cuarto retirándose hacia la puerta, que cierra con el sigilo de un ninja. Ningún insecto escapará a esa niebla mortal; de regreso encontrarán una docena de mosquitos -patas arriba- agonizando sobre las camas y el piso.
Fuera de la casa se escuchan ladridos distantes. Los chicos se suben a la motito y la arrastran con los pies sin arrancarla, ya que el cuarto de los padres se recuesta sobre el frente. Aprovechan la calle barranca abajo para sumar impulso y solo entonces ‑sin patear el arranque- R le da gas al acelerador, poniendo el motor en marcha. De vuelta conducirá Ax. La luz rebota sobre los eucaliptos que enmarcan el camino, y es suficiente para distinguir los pozos pequeños de los enormes -bucos, en idioma local. Pocas calles en el barrio El Tesoro están asfaltadas. Llegan pronto a la avenida principal y sus piernas, caderas y espalda agradecen la diferencia. Atraviesan el tumulto de La Barra, las playas de Montoya y Bikini, y cuando se despeja la ruta -pasando Manantiales- el ciclomotor se transforma en una Harley. Son apenas cincuenta kilómetros por hora, pero rugen como doscientos. Aquí van -a la aventura- dos jóvenes guerreros con sus espadas invisibles, sobre un brioso corcel que transpira nafta (con cinco por ciento de aceite para motor). La libertad les pega a los amigos en la cara y sus crines vuelan como capas al viento. En la ruta a José Ignacio – KAL es a mitad de camino- R apaga unos instantes la luz delantera, descorriendo al paso el telón de una noche austral, salpicada de estrellas. La playa es un desierto, y a pocos metros –mano derecha- rompen las olas.
1. Russell
Russell cuelga el teléfono. Sean le acaba de confirmar-desde el invierno boreal- que participará en la película. El director da un sorbo a su scotch y respira aliviado. Nunca es fácil dirigirse a este gigante, múltiples encarnaciones de Bond. En el set es un profesional, y fuera de éste, un caballero. Pero su carácter no le va en saga a la leyenda. Cuesta creer que el escocés haya aceptado repetir el papel de Ramírez para esta secuela. Entiende que Christophe –Christopher, en los créditos de Hollywood- quiera reeditar a Connor MacLeod, y apuntalar su incipiente popularidad. También que Michael -el malo de Scanners, y recientemente, de Total Recall- se entusiame con interpretar al General Katana, el villano perfecto. Nada que objetarle a Virginia -la infaltable cara bonita que premiará al héroe- en un segmento tan disputado de Hollywood; la chica ya camina cómoda sobre las dunas de la ciencia ficción. Russell se mira al espejo, se rasca la melena rubia y ensortijada, y repasa la conversación con Sean. Sea cual fuere su atracción por Argentina –probablemente el soccer- el milagro sucedió. Para compensar los jugosos cachets ofrecidos a sus estrellas, la producción ha decidido rodar en el fin del mundo, donde el dólar es rey. En su cabeza, el país sudamericano ha de ser como Brasil -donde filmó sus famosos clips de Durán Durán- con algo de su Australia natal. ¿Qué puede salir mal?
2.
Es mediados de Abril y del verano quedan pocos rastros. Ax transita los pasillos de la UCA, tararea un tema de Ataque 77, y se pregunta “¿qué mierda hago acá?”. De vuelta en su casa lo llama a R. La última vez que se vieron, semanas atrás, fue en un concierto de Cemento. La propuesta de hoy es distinta: anotarse en una agencia de extras -le pasó el contacto un amigo del hermano- que busca flacos con sus perfiles, para una película.
A los pocos días R, mientras dibuja sobre el tablero, se distrae con un noticiero. La conductora –tiene cara de paloma y el pelo rojizo - tira la bomba y la cabeza de R explota… Highlander II se filmará en Argentina. Es fanático de la primera película; ha alquilado ese VHS diez veces, y –secretamente- sabe que ha sido la inspiración de su actual melena. Pasan dos semanas y los amigos reciben el llamado de la agencia. Deben presentarse el viernes a las seis de la mañana en Cerrito y Paraguay, donde un transporte los llevará a los estudios de filmación. No caben dentro de sí, ¡actuarán en Highlander! Ya pueden ver su cara, al lado de los protagonistas, en el cartel de estreno.
Christophe
El teatro donde filmarán esta semana ‑piensa Christophe- es soberbio. Han cancelado todas las funciones y no se ha levantado, a nivel doméstico, ninguna polvareda. Londres jamás hubiera cedido su Royal Opera, ni Milán su renombrada Scala. Y sin embargo, los diarios más prestigiosos reflejan la –supuesta- importancia del rodaje para la imagen del país. Un país muy generoso, se dice Christophe, descansando entre tomas en un palco del Colón. Tiene una resaca descomunal; por suerte hoy solo debe mirar a la cámara, nada de parlamentos. La noche de Buenos Aires lo ha entronizado apenas aterrizar. Su sola presencia en un boliche activa -como un poderoso imán- la proximidad de famosos autóctonos, modelos bellísimas y sustancias prohibidas. Nunca se ha sentido una celebridad, y sin embargo, en esta ciudad todos quieren conocerlo.
3.
La esperada madrugada del viernes llegó. El frío de principios de Mayo ha pelado los plátanos de la ciudad hasta la última hoja. R apenas aprieta -sobre la calle French- el botón del 9ºB. Las reglas Spungen se aplican en Buenos Aires con idéntico rigor. Al segundo escucha un seco -“bajo” de Ax. En la calle aún no hay un alma. Ni rastros de baldes o mangueras en la vereda; tampoco encargados. El bondi llega a tiempo y vuela por Santa Fe. Cuando bajan –sobre La Casa del Teatro- agarran por Libertad a todo tranco y, por más calma que quieran aparentar, se largan a la carrera. Superan los escalones de la diagonal de la plaza con precisos saltos que sacuden sus pelos como en un recital, y emergen en la esquina opuesta. Y los tranquiliza ver, al aproximarse, la culata del ómnibus prometido. Pero cuando la ochava se endereza, sobre Cerrito, una visión imposible los deja petrificados sobre la vereda. Los dos amigos quedan como estatuas de sal, a la orilla de un mar de peludos: no han sido los únicos seleccionados.
La escena es tan inesperada, extraña, tan confusa y cómica a la vez, que los chicos se miran en una carcajada muda. ¡¿Qué carajo hacen cincuenta tipos de pelo largo parados en una esquina de la 9 de Julio desierta?! Es como si hubieran aterrizado sobre un asteroide en otro planeta; parece un recuadrito de Solano López con guión de Oesterheld. En el lecho de este colosal cañón urbano algunos flacos conversan bajo, otros tantos fuman. Todos simulan que esto es lo más natural del mundo. R mira hacia arriba, como queriendo orientarse, y las únicas estrellas que ve –a esa hora intermedia- son las cien mil chapitas redondas y espejadas del cartel de Aurora Grundig sobre el edificio, meciéndose con el viento.
Los ojos de Ax, todavía enormes, se abocan a filtrar sin pausa las distintas tribus y procedencias del espectro pelilargo. Mucho metalero conurba con tachas, en versiones Heavy –escucharán Maiden, o Motörhead-, Soft/Glam –BonJovi, Def Leppard — y local –Hermética o Riff. También distingue una importante manada Stone, con camperitas de jean y palestinas al cuello, la cual se funde con un puñado de Ramoneros desvelados. R señala otro grupito, delatado por su postura medidamente casual, las exageradas zapatillas americanas de cuerina blanca en bota -lengüetas bien afuera- y los aritos dorados en una única oreja. Son chicos malos de Belgrano tirando a Núñez; veranean en Punta del Este (solo en Febrero) y socializan en clubes como G.E.B.A, o Hacoaj. Finalmente se recortan los rulos de tres o cuatro fans de Locomía, quizás Gypsy Kings: los aros son más grandes –casi argollas- y las botas, muy puntiagudas. Y desde luego están ellos dos. La minoría que, de ser revelada, logrará el odio automático del resto; bajo sus chapas rebeldes, Ax y R son niños bien — de Recoleta y Botánico. El recelo inter-tribal los protege de momento. Para sí se preguntan si lograrán sobrevivir, nada menos que tres días, a esa jungla de testosterona capilar. Muy pronto baja del bondi un pelado de anteojos, quien -con la voz algo intimidada- comienza a tomar lista, deslizando su birome sobre un portapapeles. La masa se agolpa alrededor del estribo y un gigantón Stone, con facciones de ogro y la voz gruesa, grita -“¡no se´cuchaaa!” y varios más -apoyando al caudillo- lo siguen con un sonoro -“¡Shhhhhhhhhh!”. La conmoción disminuye conforme suben los peludos al bus, previo chequeo de sus nombres en la planilla. R se pregunta si no debieran, además, cachearlos de armas.
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4. Michael, Virginia
La producción ha hecho un buen trabajo en San Iseedro. Según le han contado a Michael, los estudios fueron construídos en antiguas caballerizas para los “pingos” –racehorses- de la aristocracia local. Los decorados confirman el talento argentino; también evidencian los agujeros del guión. Los próximos días rodarán los interiores del planeta Zeist, una extravagancia que, sabe perfectamente el canadiense, los fanáticos no perdonarán. Así todo, mantiene sus expectativas altas. Si todo sale bien, con este papel podrá dejar atrás las frustrantes casillas de militar, policía corrupto, dealer o proxeneta. El director le ha confiado -además de que los costos se apilan- sus dudas que Christophe aparezca sobrio. Para Michael la vida nocturna es cosa del pasado; durante la producción de Top Gun decidió ser un hombre de familia. “Menos mal” ‑reflexiona Michael. Esta ciudad huele a problemas.
El libreto original no era gran cosa, y el género -ciencia ficción, aventuras- da lugar a licencias. Pero la aseguradora financiera quiere minimizar el riesgo y ha hecho reescribir prácticamente todo, aduciendo garantías de platea. Para Virginia, el resultado es un pastiche lamentable. Ya que está acá disfrutará el exotismo de este país; la locura de su Ciudad. Buenos Aires tiene la densidad de Chicago, la regularidad del Distrito Federal y se extiende –aunque plana- como la mancha interminable de Los Angeles. Su gente no se parece a nada que haya visto en Norteamérica. Es tan latina como en México, desde una curiosa fisonomía europea. En la calle los hombres la devoran con los ojos, cuando no le dicen cosas que apenas entiende. Pero que entiende perfectamente. La logística local parece haber funcionado hoy; los extras llegaron y en una hora, mientras los técnicos ajustan luces y efectos, comenzarán los ensayos. Sean se ha rehusado a participar del tedio – el escocés está molesto otra vez- y solo saldrá de su camarín para el rodaje final de la escena.
Lo primero al bajar del bondi es un eficiente desayuno, en un ámbito bastante frío: largas mesas ocupadas por multitud de tipos con aspecto hosco, dentro de un galpón mitad colegio, mitad penal de Olmos. Al Ogro se le ha sumado un canijo rolinga que lo sigue a todas partes. Según le escucharon en el micro, es baterista en el grupo “Hijos de una gran banda”. -“Como puta, pero banda”, había aclarado. Ax y R forman fila con sus bandejas y, una vez servidos, se integran discretamente a la mesa belgrano-nuñecina. Es la menos intimidante, y R conoce a uno de los flacos. Por ahora los ochenta dólares diarios –serán ricos tres días más tarde- no justifica riesgos. Durante la colación, sin embargo, algo se distiende. Ven pasar elementos de producción –cámaras, luces, vestuario- de un lado a otro y al igual que los demás extras, los amigos se entusiasman.
Una asistente de producción indica desde su megáfono cónico que pasen ordenadamente al sector vestuario. Cuando llegan, Ax y R renuevan el asombro: esto parece la cueva de Alí Babá y los cuarenta ladrones. Algunos peludos ya están disfrazados, con extrañas pecheras y anchos cinturones de cuero filigranado. También llevan botas bucaneras de gamuza, capas y turbantes, todo en tonos de marrón. Las ropas y accesorios cuelgan de una docena de percheros móviles, y los chicos son conducidos por la vestuarista –como en una línea de montaje- por los diversos talles, hasta completar su kit. Lo mejor, el tesoro, reluce en el último perchero. Las espadas son espectaculares, de metal sólido y liviano, con empuñadura de cuero.
En la sección maquillaje les ensucian la cara, y la última parada es la supervisión de dos coiffeur. Parecen primos hermanos nacidos en continentes distintos. Son algo rellenitos, cuarentones y muy amanerados; llevan la barba cuidadosamente recortada e impecable manicura. El Ogro hace un comentario socarrón y otros peludos se ríen, empezando por el Canijo. El peluquero local –resignado- rola los ojos en un gesto que su par norteamericano, de ojos claros, comprende al vuelo. Aún así los peludos deben someterse a las ligeras manos de los profesionales, que se turnan con un spray y les revuelven la cabellera para lograr un efecto sauvage.
5.Sean
Sean aceptó reencarnar a Ramírez solo para venir a este país, que lo intriga profundamente. Es una joven democracia y cuenta con una modesta industria cinematográfica, premiada con un Oscar el año en que rodaron “Highlander”, - la película original- hoy de culto. El mismo año en el que Argentina logró su segunda copa del mundo, de la mano de ese genial número diez. Tan irreverente pero aún más bravo que el legendario George Best. Toda Escocia celebró los goles argentinos contra esos ingleses arrogantes –recuerda Sean-, sobre todo en Glasgow, diezmada por la Dama de Hierro. Y otros cuantos llegaron a justificar la afrenta militar argentina contra la corona, por aquellas islas del sur. Él siempre ha pensado que las verdaderas conquistas -como la independencia de Escocia- son una cuestión de tiempo; cuando el tiempo es el adecuado.
La asistente recibe la orden por walkie talkie; arrea al pelotón al set, y en el corto trayecto las diferencias entre los extras desaparecen. Debe ser la magia del cine. El vestuario ha uniformado procedencias, bolsillos, actitudes, y ahora todos son –piensa Ax- guerreros listos para la batalla. Su capa lo incomoda; la siente un poco larga y restringe su destreza corporal.
La escenografía captura de inmediato la atención de R. Han recreado el casco de una nave espacial, impactada en medio del desierto. El interior es oscuro. Sobresalen los restos (simulados) de una estructura metálica. Hay puntales recortados a un metro del piso, y a media altura un puente-balcón con baranda; de la cubierta cuelgan cables. Enfrentando el puente, sobre un costado, hay una gran abertura, y detrás el fondo sinfín de un desierto que -solo muy de cerca — revela ser un telón. Hay arena en el suelo y potentes luces que completan la ilusión. El director, como un general, va acomodando las posiciones de la tropa según un criterio no aparente a los amigos. R queda cerca del centro y Ax en la periferia. También le hace sacar – “par favaour signor”- el turbante a uno que otro extra, descubriendo un par de cabelleras salvajes.
En el aire, caliente por las luces, se respira expectativa y algo de sudor. Los minutos deambulan, al igual que los técnicos ultimando detalles. Comienza el ensayo. Ellos tienen que mantenerse firmes, mientras el doble de Sean – igual de enorme- camina por el puente, se saca la capucha y apunta la espada hacia la multitud debajo. Más ajustes, indicaciones y minutos, que ya son un par de horas. Delante de R varios guerreros se mueven para acomodar un pelilargo recién llegado que, curiosamente, conversa con el director. Tampoco lleva turbante. Cuando Russell indica unas luces detrás y el tipo se da vuelta, R reconoce esa mirada estrábica; su marca personal: ¡es Highlander! Para los ensayos finales sale al púlpito el auténtico Sean, e impone su presencia recitando un breve discurso.
-“Free men of the planet Zeist, hear me!”- y, concluye mientras señala a Christoph con la espada- “I see a man with a great destiny before him”.
Repiten la puesta unas cuantas veces, agregando toques de efecto con luces y ventiladores hasta que el director, finalmente satisfecho, grita “Action!”. Se ruedan cinco tomas de la misma escena, variando apenas la posición de las cámaras. Los guerreros soportan de pie un monólogo que Ax y R, a esta altura del día, se han aprendido de memoria… “Free men of the planet Zeist, hear me!”
6.
El tema de conversación excluyente de los amigos, hacia el final del almuerzo, son las espadas. Muy pronto regresarán al planeta Tierra, a la facultad y a todo lo mundano. Tienen la obligación –se convencen- de volver a casa con el preciado trofeo. Es un símbolo de masculinidad tan arraigado, que no distingue entre fanáticos de rock o del Señor de los Anillos. Mañana se sacarán fotos -R aportará la cámara — pero nada mejor que colgar esa espada en la pared del cuarto, para ser la envidia de amistades o impresionar minitas. Ahí mismo comienzan a barajar las cartas de un plan. Coinciden en esconder el botín -al final del último día- en algún lugar adyacente al parking, para jugársela hasta el micro en el momento decisivo. También pactan lo más importante: ¡ni una palabra al resto! Minimizando el delito en formación –qué les hacen dos espadas a estos gringos- van identificando posibles escondites. De vuelta al set señalan -con miradas cruzadas y cómplices- ese recoveco entre un matafuego y la pared, aquella hendija de detrás del decorado, que tal bajo los tachos de basura.
La siguiente escena es simple, y sus indicaciones curiosas. Cuando el asistente grite -“¡Bang!”, deben mirarse unos a otros -como aturdidos- y acto seguido salir corriendo fuera de la nave, hacia el desierto. R no tiene idea del paradero de su amigo. El primer intento es caótico: -“¡Bang!” todos quieren salir a la vez. La propia escenografía tiene obstáculos, como esos puntales que sobresalen y que hasta ahora, cuando solo tenían que estar parados, no molestaban. El asistente, con paciencia y determinación, designa grupos invisibles que se irán mezclando para evitar taponar la abertura. Repiten la puesta hasta que el movimiento de la masa queda aceitado. Russell grita -“Action!!”, y el asistente -“¡Baaaang!”. Los peludos salen corriendo y cuando R está a varios metros afuera escucha un frustrado -“¡¡Cooorteeeen!!” Todos se dan vuelta y allí lo ven: Ax está a metro y medio de un puntal que le ha enganchado la capa, y tira con aínco hacia adelante como si quisiera arrastrar la nave entera. El set estalla en una carcajada, incluyendo a Virginia, fanática de Buster Keaton.
7.
El sol de otoño entibia el recreo de los extras, afuera del estudio. Están sentados sobre sillas plegables de jardín, con las piernas estiradas, las que cubren con sus capas a modo de manta. Dentro del set el vestuario es calurosísimo; en este frío espacio exterior -con alambrado perimetral- los disfraces son una bendición. Quedaron que Ax manoteará del buffet algunas provisiones para compartir, mientras su amigo busca lugar afuera. R separa un par de sillas sueltas y se acomoda como uno más, hasta fundirse con la masa. Los que vienen saliendo hacen –todos- más o menos lo mismo. Se paran en el umbral ‑estancando la fila-, otean por alguno de su clan, y finalmente dan el paso fuera, con aplomo exagerado. La tribuna se entretiene. Desfilan los peludos y Ax no aparece; casi no quedan sillas sueltas y -por las dudas- R cubre con su capa la que plegó para el amigo.
El murmullo se corta con un portazo. Su amigo ha debido empujar la puerta con un pie ‑razona R. Ax tiene las manos y la vista ocupadas con una bandeja de comida. Todos los ojos se clavan en su camarada y -desde el fondo- R levanta el brazo para orientarlo. El siguiente paso de Ax probará ser de sus más memorables. El chico pone -con decisión- un pie sobre la gravilla exterior, pero su propia capa le ha ocultado el escalón y vuelve a jugarle una mala pasada. Ax tropieza aparatosamente hacia delante y, mientras vuela la bandeja, se abre la boca de cada peludo para articular una carcajada estruendosa y despiadada. Para el chico el instante es una eternidad. Afortunadamente su memoria corporal da con antiguas clases de judo y rueda sobre el hombro -la capa acompañando el ovillo- hasta pararse en un graciosísimo ¡hop! circense. La carcajada llega, y esta vez, también los aplausos. JO-JO-JO-CLAP-CLAP-CLAP. Satisfecho la con la función, el Ogro se recuesta para una siesta. Todavía riéndose, los amigos observan llegar al Canijo acariciando un gatito de baldío. El flacucho quiere hacer puntos y deposita al gatito suavemente sobre el regazo de su amo, que parece dormido. La obsecuencia da vergüenza ajena, pero la escena es tierna. El Ogro despierta dos segundos más tarde e increpa a toda voz: — “¡¿Quién mierda me puso este bicho encima?!” – “naaah nadie, ¡se subió solito!”- dice el Canijo, y con una mano artera espanta al michifuz… –“¡meeeaauu!”.
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8.
Los extras son ajenos al chubasco financiero que amenaza la película. Nadie, ni la producción ni la aseguradora multinacional, han podido prever algo llamado “hiperinflación”. Para el grupo, el último almuerzo será una despedida. En los vapores del caldo se respira camaradería. Hay hambre, anécdotas, risas y joditas entre clanes que, dos días atrás, se miraban de reojo. La mesa de Ogro es la más ruidosa. En la contigua — observa Ax- dos flacos juegan al fútbol con una bolita de pan. R nota que en la mesa de producción y actores, los rostros son más serios…algo les ha robado el buen humor. Sentado en el centro está Russell, que parece bastante tenso. Para disminuir costos le han quitado la dirección del montaje. Christophe trabajó todo el día con su enésima resaca, y Sean tiene cara de pocos amigos. Hasta los peluqueros, con sobrecarga de trabajo, se han sentado a la mesa en puntas opuestas.
En eso la pelotita de miga sale de la cancha –fuerte y arriba- y le da al Ogro en la oreja. Sus subordinados lo miran demandando una reacción airada. El Ogro se para, manotea un miñón de la panera y lo revolea –sin dudar- hacia la mesa agresora. El objetivo del Ogro se agacha justo y el pan da de lleno en el plato hondo de Russell, el director, una mesa atrás. El galpón queda en silencio. Nadie sabe qué, pero está por pasar algo. Hasta el Ogro –sigue de pie- se ha quedado mudo. Michael observa al director tomar el miñón con tres dedos; de su nariz cuelgan gotas de sopa. En Australia no tienen esta variedad de pan, pero el cricket apasiona multitudes. Russell -renombrado bowler en high school- despide un miñonazo con furia y efecto, que sorprende al Ogro con un “¡TOC!” seco sobre su flequillo Stone. La declaración es explícita y ahí nomás estalla la guerra… ¡Todos contra todos! R ve a un belgranita de su mesa ajusticiar, con una pata de pollo, a un metalero Glam; más allá un Locomía descontrola y Christophe, que no ve a un metro, recibe una ración de puré en los anteojos. El francés no se queda atrás y responde con un reguero de arvejas a la marchanta. Los peluqueros alternan caras de horror y excitación. -“¡Cuidado Cristooo!” –dice el local, por Christophe. Virginia se mira con la vestuarista; “¿esto está pasando?”. De todo el galpón, Russell es el más entusiasmado. Este súbito pasaje a la infancia lo ha alejado por un momento de sus problemas y –a las carcajadas- reparte comida a diestra y siniestra. R distingue, entre la confusión, la figura impertérrita de Sean. Como el rey silencioso de un banquete medieval, permanece sentado, comiendo como si tal cosa. De vuelta en su camarín se mirará al espejo: ni una mancha salpicó su atuendo.
9.
El debate queda saldado; dejarán el alijo bajo uno de los tachos. Han discutido los movimientos decenas de veces, durante las pausas en la filmación, viajes en el bus de la producción, y hasta por teléfono a la noche. De los escondites próximos a la salida, éste es el más seguro. Al término del rodaje y antes de pasar al vestuario por última vez, R hará de campana mientras su amigo esconde ambas espadas debajo los contenedores. Los roles se intercambiarán cuando recuperen el botín, minutos antes de la salida, aprovechando el tumulto para subir al bus. Entonces las ocultarán con sus respectivas camperas y partir de allí cada cual correrá, hasta el micro, una corta carrera a su propia suerte.
El director reserva las últimas horas a los planos cortos de una escena religiosa. Russell dispone a Sean (Ramírez) y Christophe (Connor) de rodillas, uno frente a otro. Están escoltados, de pie, por cuatro o cinco guerreros. Para este ritual iniciático, los protagonistas deben contemplar un cáliz futurista, colocado entre ambos a la altura de sus pecheras. Luego Sean pronuncia unas palabras y unge a Christophe como sucesor. El resto de los extras –también Ax y R- son invitados al sector vestuario; su trabajo ha concluido. Saliendo del set, ven entrar el chofer del bondi. La señal es inequívoca. El paño está terso, el cubilete se agita y los dados ya están rodando…“¡Ahora!” La adrenalina se transforma en sudor. R extiende los brazos como un mago -sosteniendo su capa por las puntas- y oculta a su amigo un brevísimo e infinito par de segundos. Ax no vacila; las desliza con velocidad y cuidado, y las espadas desaparecen bajo el contenedor. En el vestuario, los amigos vuelven a su ropa cotidiana, convencidos de haber asegurado el trofeo. Su fulgor ya ilumina, desde la pared, la sórdida rutina de sus cuartos. Cuando dejan el sector se cruzan a la vestuarista, que esta tarde parece más amarga.
10.
La mayoría de los peludos hacen cola a las puertas del galpón. Muy pronto el guardia las abrirá y será el momento de dar el zarpazo final, antes de subir al bus. El guardia pone la llave para abrir y con la otra mano agarra el manijón, pero repentinamente su walkie talkie hace “¡piiip!”. El tipo se lleva el aparato a la oreja y mira de reojo a la masa de peludos. “Okey, copiado…”- dice. Acto seguido retira la llave con una sonrisita; se da media vuelta y se cruza de brazos delante de la puerta. Ax y R se preguntan con los ojos qué carajo pasa; con el corazón galopando, hacia dónde mierda corremos. Alguien debe haberlos visto cerca de los tachos; seguro que los delató la vestuarista. Se escuchan voces desde el estudio, y un asistente, junto a otros tipos de la producción y el resto de los guardias, se abre paso entre la multitud. El asistente no necesita pedir silencio; el aire se corta con tijera: -“FALTAN CUARENTA ESPADAS. O APARECEN YA MISMO, O DE ACÁ NO SE VA NADIE” – y agrega- “tienen diez minutos, después llamamos a la policía”. Al principio todo es desconcierto; los chicos no saben si reír o llorar. En los primeros cinco minutos se recuperan solo tres piezas. Pero el ultimátum surte efecto –nadie quiere pasar la noche en cana- y empiezan a emerger espadas de los lugares más inverosímiles. ¡CLANG-CLANG-CLONG! se van apilando delante de la vestuarista, que las cuenta y va colocando en el perchero. Entre las caras que entregan el botín, la mujer puede leer falsa inocencia: “encontré una ‑soy un héroe- ¿me la puedo quedar?”; y en las más lánguidas, también derrota: “mierda, ya casi era mía…”.
El abatimiento general da paso, ni bien arranca el micro, a una algarabía fraterna. Todos son conscientes que éste el último tramo de una experiencia única, que ninguno quiere soltar demasiado rápido. En solo tres días, la película ha transformado el rejunte inicial en una sola tribu, en un grupo más humano. Voces y vozarrones se funden en una canción de cancha con letra ad-hoc: -“¡LE‑A´FANAMOOO LAS ESPADAAA, LE‑A´FANAMOOO LAS ESPADAAA…!”
11.
Los actores han sobrevivido, con algunas secuelas, al rodaje argentino. Sobre la alfombra roja del estreno, Virginia esquiva la mirada lasciva de un productor invitado. Comprende que la juventud no será eterna y mucho menos allí, en Hollywood, donde la paga es buena, pero el precio muy alto. Michael visitará al dentista mañana, en Orange County. Tiene que hacer reparar ese diente roto, cortesía del francés miope durante un duelo de espadas. A su vez Christophe acaricia el dedo que casi pierde por un fallido mandoble de Katana, el villano; por las dudas se sienta unas butacas más a la izquierda. Calcula que le llevará tres películas recuperar la inversión en esa discoteca de Buenos Aires. La inspiración, inducida por un “emprendedor” local en la sala VIP, le ha dejado su resaca más gravosa, y tendrá que postergar su sueño de un viñedo en la Provence.
Al menos la sala angelina está repleta. Fans y críticos comparten gran expectativa; los unos ansiosos de ver el renacimiento de Connor McLeod y Ramírez, los otros por consagrar a Russell como el nuevo Ridley Scott. Los primeros cuadros -a la Blade Runner- son prometedores, plenos del glamour decadente de Buenos Aires en un futuro no tan distante. Pero enseguida el guión se hace nebuloso, y el montaje espeluznante. A los quince minutos una inconfundible melena de rulos se recorta a contraluz. Russell se ha levantado y escurre entre las piernas de su fila. Un crítico toma nota: o el director está muy confiado, o pone los pies en polvorosa. El asiento queda vacío. Al final de película, la reacción de la sala es glacial.
Una niebla tóxica desciende sobre la película, y sus protagonistas. La taquilla es un fracaso y una a una sus promisorias carreras queda patas arriba. Los papeles estelares desaparecen, las ofertas interesantes se esfuman. La vida artística de Russell y Christophe ya no repuntará. Michael seguirá de cafiolo y agente FBI in eternum, y Virgina, para sobrevivir, deberá diversificar sus energías en algo más que el cine.
12.
Habiéndose dado corte durante meses, R y Ax han logrado arrastrar a su grupo de amigos al cine América –sobre Av. Callao- para el estreno. Es el momento de verse en la pantalla grande y probarles su relevancia en un film que -anticipan por las emociones vividas- será espectacular.
Las escenas que rodaron aparecen muy pronto en la pantalla –los chicos reparten codazos a un lado y otro de la butaca- pero los ponen en su sitio todavía más rápido. Ahí está Ramírez, interpretado por Sean, proclamando: -“Free men of the Planet Zeist, hear me!”. Las tomas, efectos especiales y el sonido realzan a los actores principales, pero los extras son indistinguibles; una parte más del decorado. Pasan los cuadros y R y Ax se hunden en los asientos. Los codos se serenan. Con el correr de la cinta sus amigos van sintiendo alivio; no ha nacido ninguna estrella. Y a la salida, la envidia remanente se hace un festín: — “¡qué bien actuaste Ax, mmmuajajá!”; -“¡no te vi en la película melena, jiájiájiá!”. Algo de niebla los ha alcanzado, finalmente, también a ellos. Ax y R quedan sin espadas ni fama.
Tiempo más tarde, en un boliche del conurbano, Ax distingue a uno de los pelilargos de la película, apoyado sobre la barra. Con la emoción de un viejo camarada se le acerca, lo mira fijo a los ojos y suelta la frase: -“Free men of the planet Zeist, hear me!” El Ogro no lo reconoce y mucho menos recuerda la frase. Se endereza, saca pecho y le retruca: -“¡¿Qué te pasa?!”. En fracción de segundos Ax cae en la tribuna local, con la camiseta visitante: -“Naaaa, disculpá, me confundí….” y recula sin movimientos bruscos ni ofrecer la espalda. Afuera respira hondo; ha salvado su pellejo… por un pelo.
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Ser leyenda ha protegido a Sean del veredicto unánime de críticos y fans: la secuela ha pasado a ser “la peor película de la historia”. Tal como en aquella guerra de comida, el escocés continúa su camino sin salpicaduras, con tanto aplomo como elegancia. Solo puede haber uno. El único Highlander, el Inmortal.
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La vida reencontrará a los amigos en otros tiempos, lugares y aventuras. En la cima del cerro López, y en la del Empire State. Descendiendo al cráter de un volcán en Costa Rica, y también bajando por una calle de Galway, donde no zumban mosquitos. En Ámsterdam, colados en una producción televisiva navideña -pleno invierno- para mezclarse entre los extras y garronear el almuerzo. La idea se les cruza, pero la comida está caliente y ellos, con mucha hambre. E incluso por una ruta de Anatolia, buscando rastros de una civilización perdida, cuyo paisaje evoca la aridez del planeta Zeist. Ese espíritu nacido en la juventud, y forjado durante décadas al fuego de recuerdos inmortales, es el verdadero tesoro.
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In memoriam Sean Connery 1930–2020
“Highlander II ‑The Quickening” set, early 90’s. From left to right (1st) RP Browne, (3rd) Christophe Lambert, (4th) Sean Connery.
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