Mi com­pañera Col­lette tenía una frase favorita: “Keep your friends close, and your ene­mies clos­er. La decía sin mover su cara cha­ta y pecosa de Glas­gow, y al ter­mi­nar deja­ba escapar una son­risi­ta medieval.  Pero ésta no es una his­to­ria sobre ella; al final del día ese con­se­jo es viejo, y demasi­a­do común por acá. La his­to­ria que te voy a con­tar es sobre otro cole­ga quien, cuan­do le escuchó esa frase a la escoce­sa, tuvo que pen­sar­la dos veces.

 

Som­bras en La Cripta

PRIMERA PARTE

  1. El Pacto 

Mi com­pañera Col­lette tenía una frase favorita: “Keep your friends close, and your ene­mies clos­er”. La decía sin mover su cara cha­ta y pecosa de Glas­gow, y al ter­mi­nar deja­ba escapar una son­risi­ta medieval.  Pero ésta no es una his­to­ria sobre ella; al final del día ese con­se­jo es viejo, y demasi­a­do común por acá. La his­to­ria que te voy a con­tar es sobre otro cole­ga quien, cuan­do le escuchó esa frase a la escoce­sa, tuvo que pen­sar­la dos veces. Claro, él venía de otro mun­do. En Argenti­na ‑de donde es mi ami­go R- decir eso tiene poco sen­ti­do: a los ene­mi­gos se los mantiene lejos, y las amis­tades son sagradas. Sobre todo las de la infan­cia. Son esas que lo sobre­viv­en casi todo: los cole­gios, car­reras y uni­ver­si­dades. Los mat­ri­mo­nios exi­tosos y los que fra­casan. Las infi­del­i­dades. Los hijos. Las enfer­medades. Las cri­sis económi­cas y sus deriva­ciones. Podría decirse que la amis­tad, allá, es una de las pocas certezas de la vida; un espe­jo que a veces juz­ga pero tam­bién per­dona. Yo soy irlandés, y dejáme decirte que, habi­en­do esta­do entre argenti­nos mucho tiem­po, ésto se los envidio.

A R lo conocí en la ofic­i­na de Dublín. Entró como arqui­tec­to en 2004, con el boom a pleno y el Tigre Celta pagan­do ron­das en cada pub. Y creéme, los pubs esta­ban llenos; mien­tras los codos se emp­in­a­ban, las ven­tanas se empaña­ban. O´Neill´s ‑nue­stro local- no era la excep­ción, ape­nas tocabas el bar­ral de bronce de la puer­ta sen­tías el vaporoso aro­ma de mil botel­las y cien años de riso­tadas alco­hóli­cas. Una de las primeras cosas que le llamó la aten­ción a R ‑me lo dijo en su segun­da pin­ta, un viernes después del tra­ba­jo- fue ver al cadete de la ofic­i­na gastán­dole bro­mas al direc­tor gen­er­al. Le dije -rela­játe, ¡no esta­mos en Lon­dres!- y pasé rápi­do a otro tema, pero cap­té por qué lo pre­gunt­a­ba y dedu­je que su sociedad de ori­gen era ‑como la ingle­sa- bas­tante más estrat­i­fi­ca­da que la nues­tra. Hoy sien­to nos­tal­gia por aque­l­los días, vien­do esas osten­tosas SUVs aco­go­tar las estre­chas cal­lecitas de Rath­gar, mi antiguo bar­rio. Temo que muchos estén olvi­dan­do ‑como decía mi tía de Offaly- que seguimos a pocas yardas del campo.

Creo que fue jus­ta­mente la car­ac­terís­ti­ca hor­i­zon­tal de nues­tra sociedad que lo man­tu­vo vivien­do tan­tos años por acá. Y por supuesto nue­stros salarios en Euros, pero eso lo doy por descon­ta­do de cualquier fulano lo sufi­cien­te­mente pira­do como para aguan­tar más de un fin de sem­ana nue­stro cli­ma de mier­da. Sí, tiene que ser eso. Para él fue como lib­er­arse de una pesa­da cade­na. Porque, digá­moslo, condi­ciones no le falta­ban: joven, bien pare­ci­do, y muy bueno en lo que hacía. ¿Horas extra? las cumplía aún cuan­do ya hacía el tra­ba­jo de cua­tro de nosotros sin despeinarse, jamás se pasa­ba un dead­line y no había proyec­to que no pudiera resolver.  El tipo bien podría haberse ido al glam­our de Lon­dres o New York. O al sol de los Emi­ratos. Pero se quedó acá casi diecisi­ete llu­viosos años, y te lo digo bien clar­i­to: el hijo de puta brilló.

Ten­go que decir que al prin­ci­pio le costó como a cualquier expat, pero que R se adap­tó  rápi­do. Cuan­do por fin aban­donó el acen­to de cole­gio pri­va­do su inglés era mejor que el nue­stro; y al igual que sus dibu­jos de arqui­tec­tura, sus pal­abras tenían pre­cisión,  pro­fun­di­dad. Me dijo una vez ‑yo le había con­fi­a­do un chisme de ofic­i­na-: “Don´t wor­ry, I´m dis­creet.”. “Dis­creet?”, ¿en serio? ¡Qué pal­abra! ‑pen­sé- éste tipo sí que ha leí­do. Como era de esper­ar sus primeras amis­tades en la ciu­dad tam­bién venían de Argenti­na; a su nue­va “famil­ia” se le agre­garon pron­to dos ital­ianos y un francés. La alfom­bra en su ofic­i­na era mul­ti­cul­tur­al, dig­amos mitad pad­dys y mitad de otros muchos lados. R se inte­gró bien con todos, acen­tuan­do el col­or lati­no o la argen­tinidad posh según sus respec­tivos imag­i­nar­ios. Así, casi sin pro­ponérse­lo, el tipo se rein­ven­tó. Tam­bién man­tu­vo lazos con su país y viejos ami­gos, aque­l­los que lo habían des­pe­di­do meses atrás con una cena y, como man­da la tradi­ción argenti­na, con una camise­ta de la Selec­ción. Fue el úni­co emi­gra­do de su grupo de ami­gos me dijo, y ésto sus­citó mi curiosi­dad. Yo sabía de la cri­sis argenti­na de los dos mil y pico, y hubiera esper­a­do que, al igual que los irlan­deses en los ochen­ta, todos los jóvenes argenti­nos lo hubier­an inten­ta­do fuera.

- “A mis ami­gos de allá los sostiene una red invis­i­ble”- me dijo y cam­bió de tema él esta vez. Pero ‑sospechan­do que había algo más- no lo dejé ir, y, con­fi­a­do en que la amar­ga Guin­ness aflo­jaría sus pal­abras, esperé. Él no lo sabía entonces; los Irish podemos pare­cer bor­ra­chos, pero después de la ter­cera pin­ta ape­nas nos entonamos.

Esa red invis­i­ble era la clase media-alta argenti­na. Famil­ias que, sin ser ric­as, esta­ban sufi­cien­te­mente plan­tadas para sosten­er a sus hijos lo que fuera nece­sario: casa, comi­da, ropa, auto, uni­ver­si­dad pri­va­da, pero sobre todo con­tac­tos y opor­tu­nidades… en algunos casos, ¡has­ta pasa­dos los trein­ta! Lo que él decía entre líneas era que, en algún pun­to, su propia red había cedi­do. Para con­trastar yo nece­sita­ba un ejem­p­lo, y lo obtuve a su vuelta del oloroso baño de O´Neill´s, cuan­do R me habló de Q. Eran ami­gos de la infan­cia dijo, muy cer­canos. Por cómo lo con­ta­ba era claro que tenía ide­al­iza­da a la famil­ia de su ami­go. Una casa tradi­cional de la sociedad porteña, en las que cono­cer a tal o cual lo es todo y la emplea­da domés­ti­ca duerme aden­tro. Obtuve la pieza clave solo cuan­do men­cionó a la madre de Q, com­pren­di­en­do que ella se había encar­ga­do de regar esa amis­tad en su fase ini­cial. Aparente­mente su hijo no era una lum­br­era, al menos en la pri­maria, y ella le con­sigu­ió un tutor. Sin saber­lo ‑con nueve o diez años- R fir­mó un pacto: él  debía man­ten­er su ojo de alum­no desta­ca­do sobre las dis­per­siones del ami­go y ayu­dar­lo cada tan­to en los deberes. A cam­bio, era bien­venido en la casa y activi­dades de una famil­ia ejem­plar; un reman­so de su propia real­i­dad, a unas pocas cuadras.

 

  1. Una huel­la diminuta 

Esta parte de la his­to­ria es triste, pero no te la voy a ahor­rar ya que tam­bién con­tiene muchos buenos momen­tos de su infan­cia y ado­les­cen­cia. Verás, yo creo que R siem­pre fue un expat. Sus padres se habían sep­a­ra­do cuan­do él tenía solo cin­co o seis años, sep­a­ración que derivó en un des­gar­rador tiro­neo legal. R y sus her­manos pasa­ban los días de cole­gio con su madre, y los fines de sem­ana con su padre (y su nue­va famil­ia). El con­traste de real­i­dades era demasi­a­do mar­ca­do: en una casa todo eran penurias económi­cas; en la otra hol­gu­ra y ostentación. La brecha no dejó de agrandarse cuan­do su padre migró y amplió sus nego­cios en otros país­es de la región. Y lle­gadas las vaca­ciones, los chicos debían via­jar a ver­lo. El cuen­to de su primer via­je me espa­biló. Hoy sería impens­able; él tenía solo siete cuan­do los metieron –solos, a él y sus dos her­man­i­tos- en un avión. Menos mal que era el vue­lo cor­rec­to: siete horas más tarde los recogió su padre… ¡en Cara­cas! Me resistí a creer­le ‑pen­sé que me toma­ba el pelo- y entonces me mostró en su telé­fono la foto de ese primer pas­aporte, toma­da en un via­je reciente a Buenos Aires. Los arqui­tec­tos somos gente grá­fi­ca; para nosotros el mun­do es una cuestión de escala. Ver la pági­na ‑blan­ca y enorme- del viejo pas­aporte, estam­pa­da con esa huel­li­ta dig­i­tal, me rompió el corazón. Inde­pen­di­en­te­mente del lugar (playa, mon­taña, cam­po o crucero), creo que la ver­dadera vacación de aque­l­los via­jes con­sistía en escaparle ‑por unas cuan­tas sem­anas- a esa opre­si­va escasez cotidiana.

No es de extrañar que R encon­trara, en casa de Q, una alter­na­ti­va equi­li­bra­da. Las cosas allí eran nor­males, dis­ten­di­das. Los jue­gos, la hora del té. Tardes enteras de diver­sión, solo inter­rump­i­das por algu­na pro­fe­so­ra par­tic­u­lar con­trata­da por la madre de Q para apun­ta­lar el rendimien­to esco­lar de su hijo. Fines de sem­ana en algu­na quin­ta o coun­try; algún mes en la cos­ta argenti­na. Allí, R tenía un lugar. Un ter­ri­to­rio tan amable como ‑para él- fic­ti­cio. Con los años R y Q y sus her­manos has­ta lle­garon a desar­rol­lar un idioma pro­pio hecho con pal­abras, fras­es y entona­ciones tomadas de algu­na serie mex­i­cana, con los que pobla­ban ese lugar.

Su pres­en­cia en aque­l­la casa llegó a ser tan fre­cuente que la gen­erosa famil­ia de Q no se extraña­ba en ver­lo. Es difí­cil decir cuán­to sabían de él; lo cier­to es que, en even­tos famil­iares (cuan­do incluían tíos, tías o abue­los), R se sen­tía extran­jero. Aún con los pape­les en regla, cier­tas miradas lo exponían. Te pre­gun­tarás qué tipo de miradas, y yo te digo no lo sé. Si me esfuer­zo y estiro un poco las cosas, te lo com­paro con un irlandés que se muda a Lon­dres. Se parece mucho a la gente local, com­parte sus cos­tum­bres y códi­gos, pero ínti­ma­mente se siente un poquito menos. (Cuida­do, acá no me refiero de los años ochen­ta, cuan­do en la puer­ta de los pubs londi­nens­es ponían carte­les como No Dogs – No Irish”. No, hoy en día esas cosas son más sutiles. Es la den­tista que te pre­gun­ta: ¿Do you miss home? ¡¿Cómo cara­jos le explicás ‑recli­na­do bajo esa luz blan­ca, y con un tubo sal­ién­dote de la boca abier­ta- que esta ciu­dad es tu casa ahora?!)

Como te iba dicien­do, esa era una bue­na amis­tad. Y sin embar­go, allí aba­jo ‑como una caldera en el sótano‑, el Pacto seguía fun­cio­nan­do. La madre de Q ren­ov­a­ba las invita­ciones, tenien­do siem­pre algún detalle gen­eroso (unas masitas, una copa de hela­do) que prob­a­ba la con­fi­an­za y esti­ma que le tenía a R. Supon­go que esos detalles debieron de haber las­ti­ma­do a Q. Aca­so indicán­dole que él no era mere­ce­dor de la mis­ma con­fi­an­za; aún recordán­dole que esta­ba sien­do obser­va­do. A nadie le gus­ta ‑a ojos de su mamá- sen­tirse mitad de tabla. Pero tam­poco podía cul­par­la, no a esa edad. Tenía que dar el men­saje de otra manera.

 

  1. La mosca gris

Hay un episo­dio pre­maturo que detal­la per­fec­ta­mente el patrón que se repe­tiría a lo largo de los años: la mosca gris. Te hablo de los primeros años de esa amis­tad, cuan­do tenían diez años y recién cursa­ban el quin­to gra­do. La maes­tra nue­va tenía fama de sev­era y exi­gente; car­ac­terís­ti­cas que ‑rumore­a­ban algunos padres- se habían acen­tu­a­do con la muerte del mari­do.  Cuan­do se acer­ca­ba cam­i­nan­do sobre sus zap­atos de taco del­ga­do, la tipa daba miedo. Era alta y cor­pu­len­ta (antes la hubiéramos lla­ma­do gor­da), llev­a­ba el pelo cor­to (negro, con un pir­in­cho sobre la frente) y un delan­tal blan­co que lucha­ba con el talle, sobre todo en las cos­turas. Lo peor era la cara de chan­cho páli­do y sus ojos de hue­vo acu­oso, cuyos pár­pa­dos pinta­ba -¡para hac­er juego!- con una espan­tosa som­bra turquesa.

Ya te con­té que R era de los mejores alum­nos; sus notas jamás baja­ban de nueve o diez. Un ocho le hubiera dolido, puesto que esa rep­utación intach­able sostenía su andami­a­je emo­cional y pro­tegía su frente social en el cole­gio. Yo lo com­pren­do; en mi cole­gio de los años seten­ta ‑católi­co, como abso­lu­ta­mente todos en Irlan­da- los hijos de padres sep­a­ra­dos llev­a­ban un estig­ma, y se los evita­ba como a Satanás. R cumplía su fun­ción, tute­lando al ami­go con los deberes para lev­an­tar la medi­anía de sus notas. “¡Ponéle un cohete en el traste!”-le decía la madre a R, por supuesto delante de Q. Cuan­do habla­ban por telé­fono en las tardes, R aprovech­a­ba para recor­dar­le los com­pro­misos escolares.

Un día R enfer­mó y debió quedarse en casa. El lla­ma­do de la tarde invir­tió los roles y, con­sul­ta­do por la tarea, Q olvidó decir­le a R que le habían asig­na­do redac­tar una mono­grafía sobre  “la mosca gris”. La pro­fe­so­ra exigió la tarea a primera hora del lunes y R tuvo que excusarse  citan­do su enfer­medad. Fue una pequeña humil­lación; un buen alum­no no nece­sita­ba excusas. Pero lo del martes, cuan­do la maes­tra devolvió los tra­ba­jos fue mucho, mucho peor. Los alum­nos debieron des­fi­lar por el escrito­rio de la maes­tra para recibir su cor­rec­ción y escuchar el vere­dic­to de su nota. R intuyó que algo and­a­ba mal cuan­do el mon­tón iba hacién­dose más fla­co, mien­tras la cara regorde­ta de la maes­tra goz­a­ba espe­cial­mente los apla­zos (era cuan­do mostra­ba sus dientes amar­il­los por la nicoti­na alin­e­an­do una desagrad­able son­risa). Ter­mi­na­da la pila, la des­gra­ci­a­da dic­tó su últi­ma sen­ten­cia: “Alum­no RPB -ust­ed no pre­sen­tó el tra­ba­jo- tiene un UNO”. El estu­por gen­er­al­iza­do par­al­izó a la clase. ¡¿UN UNO?! Eso no era posi­ble, ni el peor de los alum­nos había tenido jamás un “UNO”.  El cacheta­zo dejó a R tan gol­pea­do, tan con­fun­di­do y marea­do, que cualquier répli­ca se le quedó ahoga­da en lágri­mas. El fino cristal que lo man­tenía seguro había estal­la­do; su des­o­lación era total.

Te detal­lé el episo­dio sabi­en­do que, como me pasó a mí, te iden­ti­fi­carías con ese chico humil­la­do a los diez años, y que te quedarías con la ima­gen de aque­l­la abu­sado­ra en delan­tal blan­co. Pero ¿no se nos está olvi­dan­do algo? O mejor dicho… ¿alguien? ¿Ves qué fácil se sal­ió con la suya ese pequeño saboteador?  A veces las cosas se dan mejor de lo esper­a­do. Q fue el primero en con­so­lar­lo, tapan­do sus huel­las con críti­cas a la maes­tra, las cuales R tomó inmedi­ata­mente para sosten­erse en pie. Nece­sita­ba más que nun­ca recom­pon­er su pequeño mun­do, equi­li­brar la real­i­dad y salir del shock, y menos quiso ver la zan­cadil­la de su ami­go. Dicho sin vueltas, lo cubrió: el Pacto tenía letra chica.

 

  1. La olla de oro

Me impactó relatarte esa expe­ri­en­cia tem­prana. Es notable cómo se com­bi­nan las cosas en la vida para que un antecedente tan lejano vuel­va, reci­cla­do, décadas más tarde. R me con­fió ‑entre pin­tas- muchos otros hechos que, a la luz de aque­l­los en La Crip­ta, solo puedo cal­i­ficar de sab­o­ta­jes. No es difí­cil imag­i­nar­los; a medi­da que uno crece las pri­or­i­dades cam­bian. Apare­cen, por ejem­p­lo, los amores. ¿Recordás lo que era enam­orarse a los quince o dieciséis años? ¿Cuán­to te apoy­abas y con­fi­abas en tus ami­gos antes, durante y después de estar con la chi­ca que te gusta­ba? Sé que ya no te sor­pren­do con ésto: Q entor­peció ‑en varias opor­tu­nidades- los planes de R con el amor de su vida. Si qued­a­ban en encon­trarse con sus respec­ti­vas citas en la puer­ta de tal boliche, Q se las arregla­ba para no lle­gar nun­ca y dejar plan­ta­do a su ami­go. Si R le orga­ni­z­a­ba una ser­e­na­ta a la chi­ca y le con­fi­a­ba algún aspec­to logís­ti­co clave, tené por seguro que Q lo mal­o­gra­ba. Y salía indemne de sus neg­li­gen­cias sin excep­ción. Aún con la evi­den­cia delante, R ter­mina­ba por con­vencerse que toda la cul­pa de los planes frustra­dos era suya, y toma­ba por bue­na la fe de su ami­go. Los boico­teos lle­garon a salpicar ámbitos lab­o­rales, pro­fe­sion­ales y sociales, pero por algún moti­vo R volvía a con­fi­ar­le cosas impor­tantes; y ese moti­vo esta­ba ancla­do al Pacto.

Para mi men­tal­i­dad isleña la cosa era sim­ple. Me record­a­ba al granjero que bebía con su land­lord en el pub. Como te dije, ahí den­tro somos todos ami­gos; nos reí­mos y can­ta­mos jun­tos. Pero no te aclaré que sabe­mos exac­ta­mente cuál es nue­stro lugar afuera. El land­lord nun­ca per­mi­tirá que su ten­ant posea tier­ra y se inde­pen­dice; ten­dría que con­seguir otro ñato que tra­ba­je o peor, pon­erse a tra­ba­jar. Y para el granjero ‑es obvio- saltar la val­la es prác­ti­ca­mente imposi­ble. Al final se que­da a este lado de la cer­ca, como las ove­jas que cui­da. La val­la, en esa amis­tad, era el Pacto. ¿Lo ves? Con el tiem­po, los roles se hacen nat­u­rales, como los hon­gos que cre­cen en la bosta después de la lluvia.

La vida de R cam­bió rad­i­cal­mente cuan­do se vino a Irlan­da. A todos nos gus­tan las his­to­rias de éxi­to; mi país es un buen ejem­p­lo… en unas pocas décadas pasó de ser el más pobre de Europa a uno de sus miem­bros más ricos. Al año y medio de lle­ga­do a Dublin R ya con­ta­ba con impor­tantes ahor­ros, pudi­en­do inte­grar un pequeño grupo inver­sor para con­stru­ir un edi­fi­cio de vivien­das en Buenos Aires. Hizo la difer­en­cia man­dan­do parte de su grue­so salario en Euros, y aprovechan­do los bajísi­mos pre­cios en pesos argenti­nos. Como sal­do obtu­vo su primer depar­ta­men­to en Buenos Aires (le sigu­ieron otros). A nosotros nos costa­ba com­pren­der que lograra ser propi­etario en tan poco tiem­po ¡sin heren­cia y sin hipote­ca! Imag­i­nate aho­ra cómo lo vivió su gente allá, donde el “primer mun­do” es el fetiche predilec­to: el bas­tar­do había dado con la olla de oro al final del puto arcoiris.

En un momen­to (ya bien plan­ta­do) R decidió lev­an­tar un poco el pie del acel­er­ador y dar­le cabi­da a su parte artís­ti­ca. Entre otras cosas escribió una nov­ela. Prob­a­ble­mente mala; quizás intrascen­dente, pero era un primer inten­to y le llevó unos cuan­tos años. Por esa época ‑y por con­tac­tos familiares‑, Q había ini­ci­a­do una pequeña edi­to­r­i­al en Buenos Aires, para pub­licar autores inde­pen­di­entes en tiradas mín­i­mas. Dirás, ¡per­fec­to! Pues  acor­daron un pre­cio, R envió el orig­i­nal ter­mi­na­do y los Euros del anticipo, y se rela­jó pen­san­do que la tarea qued­a­ba en manos con­fi­ables. Ha! Pasaron los meses, las char­las por telé­fono, las excusas (Argenti­na, la inflación), algún reclamo sola­pa­do. Pasa­do un año la nov­ela seguía sin pub­licar, el anticipo se había hecho ¡puf! y el proyec­to… en la nada.

Te voy a rev­e­lar un pequeño secre­to, casi una ironía: R se enteró de la pros­peri­dad de Irlan­da por boca de la madre de Q, en la coci­na de esa casa. Fue solo un chisme sobre el hijo de fulani­ta en una con­ver­sación cualquiera; un bol­li­to de infor­ma­ción banal descar­ta­do al paso. Has­ta el momen­to R había pen­sa­do a nue­stro país como aque­l­la isla lejana de la que provenía su apel­li­do mater­no. Un lugar agreste y roman­ti­za­do por dece­nas de his­to­rias, rec­etas y cos­tum­bres famil­iares, como el té con scones. Así todo R recogió el bol­li­to, y con los días logró alis­ar­lo e inves­ti­gar, has­ta decidirse a venir y bus­car for­tu­na. Ya sabés lo que sigu­ió. Aho­ra te voy a con­tar lo que pasó en La Cripta.

 

SEGUNDA PARTE

  1. Coco­dri­los bajo tierra 

Un día me llegó su invitación a APEX, y yo no entendí nada. No lo veía des­de mi des­pe­di­da de la ofic­i­na en 2008, días antes de irme a Lon­dres tras el tsuna­mi de Lehman Broth­ers y los miles de nosotros de culo al Dole. Sabía que R pinta­ba, pero es obvio que al prin­ci­pio, cuan­do se estable­ció en Dublin como arqui­tec­to, debió poster­gar esa vocación. Aho­ra que soy un expat puedo decir­lo; cuan­do ter­minás la sem­ana en una ciu­dad extraña ya no te que­da energía ni para sacar la basura. Además, el arte nece­si­ta espa­cio, y no arrancás de cero en una man­sión. Al con­trario, tenés que sen­tirte con­tento si con­seguís una caja de zap­atos medi­ana­mente ubi­ca­da por la que de renta no te pidan un ojo y una ore­ja. Si además tiene poco olor a moho y de la ducha del baño sale ‑al menos- un hilo de agua caliente, ¡te ganaste la lotería! En uno de esos “estu­dios” (durante la época de la ofic­i­na) R llegó a pro­ducir una serie mod­es­ta, en can­ti­dad y dimen­siones, pin­tan­do en fines de sem­ana todavía más dis­per­sos. Man­tu­vo así su arte con vida, esperan­do ‑como un coco­dri­lo agaza­pa­do- que le lle­gara el momento.

R per­maneció en la ofic­i­na has­ta 2011. Parece que ‑tras la deba­cle- qued­a­ban poco menos que los direc­tores, algu­na sec­re­taria y por supuesto el cadete. Imag­ináte­lo, habíamos lle­ga­do a ser doscien­tos. “Las puer­tas quedan abier­tas”, hablaron con su direc­tor en un cuar­ti­to. Pero aunque lo lla­maron a los pocos meses, cuan­do el Tigre rugía otra vez, R no volvió.  En cam­bio, abrió su pequeña ofic­i­na de arqui­tec­tura en casa (se había muda­do a una mucho más grande, geor­giana, nada menos que en North­brook Rd!) y, mucho más impor­tante, se dedicó a pin­tar: el momen­to del coco­dri­lo había lle­ga­do. Y a los pocos años orga­nizó una exposi­ción que llamó APEX. El mun­do seguía hablan­do de la cri­sis financiera y R hizo de Lon­dres y New York el tema de sus próx­i­mas series, imag­i­nan­do que el esfuer­zo cobraría más sen­ti­do si llev­a­ba la mues­tra pre­cisa­mente a esas ciudades.

Pero no nos ade­lante­mos. Verás, no es ningún secre­to que el éxi­to de una pre­sentación, más allá del con­tenido, está en la plan­i­fi­cación. ¿Vamos a pen­sar que en su propia exposi­ción, fal­laría? No, ese bas­tar­do era metic­u­loso. Pen­só en la mues­tra des­de que pinta­ba las primeras piezas, como una novia que planea al detalle su casamien­to. Primero armó un via­je de explo­ración, nat­u­ral­mente a Lon­dres; lo hospedó su ami­ga Ani­ta, en Maryle­bone. Nece­sita­ba tomar con­tac­to con el mun­do del arte y encon­trar­le un lugar al show. R volvió a Dublin con­tento, con la certeza de haber encon­tra­do el lugar per­fec­to para su mues­tra: The Crypt of St Pan­cras Church. El lugar lo atraía por estar deba­jo de la ciu­dad, como los coco­dri­los de su nue­va serie. La antigua crip­ta de la igle­sia había sido recon­ver­ti­da en espa­cio de arte, y aunque su ubi­cación era exce­lente, su espíritu era under; pagano y marginal.

Reser­va­da La Crip­ta, R enfocó sus esfuer­zos en el arte. Tenía boce­tos y mucha imag­in­ería para nuevas series; coco­dri­los, tiburones, buitres y hien­as con las que llenó su estu­dio en North­brook Rd. Via­jó a Milán a com­prar finas telas de tra­je al corte para usar­las de lien­zo. Con­struyó los mar­cos y ten­só las telas, escribió tex­tos y rodó videos alu­sivos. Todo sin des­cuidar su pequeña ofic­i­na de arqui­tec­tura, y pin­tan­do entre las pre­senta­ciones al Plan­ning que paga­ban, al final del día, las cuen­tas de APEX. Te cuen­to todo esto para que veas cuán en serio se toma­ba R el proyec­to. Como dicen los argenti­nos, el tipo le puso hue­vo. Su rein­ven­ción no estaría com­ple­ta has­ta col­gar esos cuadros y mostrar­los en La Cripta.

 

  1. Sombras

En Junio de 2015 volvió a Lon­dres, con la fecha de aper­tu­ra a la vuelta de la esquina. La cosa parecía ir en serio entre Ani­ta y su novio Richard, porque se acaba­ban de mudar jun­tos a prin­ci­p­ios del mes, y le ofrecieron el estu­dio ‑ya vacío- de él has­ta el fin de con­tra­to. Como sabrás Lon­dres no es bara­ta, mas bien lo con­trario, y R les agrade­ció cada día de estadía (como arqui­tec­to inde­pen­di­ente, ya no cobra­ba aquel suel­da­zo). Para mejor qued­a­ba a  pocas esta­ciones de la galería en St Pan­cras. ¿Por qué arries­gó, entonces, la gen­erosi­dad de sus ami­gos para alo­jar­lo tam­bién a Q? Aparente­mente su ami­go colab­ora­ba ‑des­de Buenos Aires- con la Emba­ja­da Argenti­na en UK y, según le dijo a R en una char­la tele­fóni­ca, esta­ba pen­san­do en ir a Lon­dres alrede­dor de esas fechas. Pero tam­bién dijo que se le hacía difí­cil ya que sus números esta­ban muy jus­tos. Además de quer­er agre­gar al ami­go a la lista de invi­ta­dos de APEX, es lógi­co que R pen­sara echarle un cable, como hacía en el cole­gio. Y supu­so que esos con­tac­tos con la Emba­ja­da ben­e­fi­cia­rían ‑con difusión y rela­ciones- a su exposi­ción. Debés haber­lo nota­do: el Pacto volvía a cer­rar su puño.

Lle­ga­do a Maryle­bone, Q no logró dar con el depar­ta­men­to. No entendía las calles ni la numeración; tam­poco se ani­ma­ba a pre­gun­tar. Hago un alto para recor­darte que ‑en el con­tex­to sudamer­i­cano- Buenos Aires puede pare­cerse a Europa, pero que son lugares muy dis­tin­tos; ni qué decir de Lon­dres o Dublin, donde para cruzar la calle ¡hay que mirar para el otro lado! R sal­ió a bus­car­lo y se ale­gró al encon­trar­lo a las pocas cuadras. Se dieron un fuerte abra­zo. Quizás fuera la excitación del via­je, o sim­ple­mente el jet­lag; pero Q no mostró el menor interés en APEX. Se refir­ió úni­ca­mente a su agen­da: que lo esper­a­ban la Emba­jado­ra y su hija en Bel­gravia. Que le tenían prepara­do chaqué y galera para ir a las car­reras de Roy­al Ascot. Que esto y que aque­l­lo; llenó el pequeño estu­dio en el base­ment de ínfu­las que, fran­ca­mente, a R se le hacían cómi­cas. Pen­só: este tipo no cam­bió.

Se me hizo fácil delin­ear al per­son­aje. Un com­ple­to snob, además de un free­loader, un moocher; lo que en Argenti­na lla­marían un gar­ronero. Al día sigu­iente de una bor­rachera, los irlan­deses podemos olvi­dar abso­lu­ta­mente todo, has­ta cómo lleg­amos a nues­tra cama o con quién. Pero jamás se nos pasa quién olvidó pagar su ron­da. Tipos así, en mi bar­rio, quedan al mar­gen. ¿Te imag­inás si además inten­tara pavon­earse con una puta galera en el pub? Después de cagar­nos los pan­talones de la risa, alguno le soltaría un sopapo.

En la mañana del mon­ta­je, R abrió la her­rum­brosa ver­ja sobre Duke St cruzan­do los dedos para que el fletero Aki­no­la lle­gara a tiem­po. La camione­ta del nige­ri­ano había sali­do la noche ante­ri­or des­de Dublin con los cuadros y el resto del mate­r­i­al para la exposi­ción: alrede­dor de quince piezas de gran tamaño para descar­gar, desem­balar y mon­tar en ape­nas 24 horas.  Por otra parte R tenía que ajus­tar las luces de toda la galería, col­gar los tex­tos, insta­lar los efec­tos de sonido y com­prar los vinos. Te pre­gun­tarás por qué hablo en sin­gu­lar, cuan­do su ami­go ya esta­ba en Lon­dres y, dada la mano que R le había ten­di­do al alo­jar­lo, hubiera sido obvio con­tar con su ayu­da. La ver­dad es que R se lo pre­gun­tó a lo largo de aque­l­la mañana y aque­l­la tarde mien­tras hacía todas esas cosas en soledad. Pero sobre todo se lo pre­gun­tó aque­l­la dura noche pobla­da de fan­tas­mas, bajo tier­ra ¡y en una puta cripta!

 

  1. La Cripta. 

El día de la inau­gu­ración me esfor­cé por lle­gar tem­pra­no. Seguíamos en con­tac­to con otros expats en Lon­dres ‑de la antigua ofic­i­na de Dublín, invi­ta­dos también‑, y en el chat la con­clusión fue unán­ime: mejor no perder­se los vinos de recep­ción. Éramos solo un puña­do, pero el reen­cuen­tro con esos pota­to heads se sin­tió espe­cial; las mis­mas risas de la can­ti­na en ple­na explana­da de King´s Cross. De ahí cam­i­namos por Euston Road has­ta la Igle­sia. R nos recibió en las puer­tas de La Crip­ta, pin­tadas rojo inglés, bajo las cua­tro impo­nentes car­iátides del pan­teón adosa­do a la igle­sia. Nos dimos un abra­zo, él esta­ba gen­uina­mente con­tento de ver­nos. Le pre­gun­té si había mucha gente y dijo que la may­oría ya esta­ba. Que resta­ban venir la Emba­jado­ra argenti­na y algu­nas per­sonas más. Sonó a que esper­a­ba una chi­ca. Inter­cam­bi­amos unas cuan­tas bro­mas y luego nos indicó los des­gas­ta­dos escalones de gran­i­to que baja­ban hacia la muestra.

Aba­jo, tus sen­ti­dos tard­a­ban en ajus­tarse: la luz diur­na ter­mina­ba tan abrup­ta­mente como la bul­la de Lon­dres; y el aire era más frío y húme­do, pero sobre todo qui­eto. “Esto es una tum­ba”, pen­sé con un escalofrío, has­ta que vi las luces ilu­mi­nan­do los ladril­los en muros y bóvedas, espe­cial­mente esos cuadros. El mur­mul­lo ahí era todo menos en inglés. Para John era ital­iano, para mí español ‑hice mi Eras­mus en Granada‑, y Stephen y su novio, en fin, ya esta­ban en la mesa de los vinos. 

Además de su gente en Lon­dres, des­cubrí que la may­oría había venido de Dublín solo para la inau­gu­ración; y que una pare­ja de ami­gos habían lle­ga­do des­de París en el Eurostar. Para ser hon­esto ninguno de nosotros era de ir a exposi­ciones ni museos, o quizás solo Stephen, pero no hacía fal­ta saber mucho de arte para ver que lo que col­ga­ba en esas paredes…¡Estaba bueno! La atmós­fera era espe­cial: R había pre­vis­to efec­tos de luz, sonido y nebli­na que te hacían sen­tir en un pan­tano, movién­dote a recor­rer los laber­in­tos de la Crip­ta con depredadores urbanos acechan­do en cada rincón. Mi parte favorita era The Board­room; ani­males de pre­sa en sober­bios retratos cor­po­ra­tivos, pin­ta­dos direc­ta­mente sobre telas de tra­je. La mues­tra te hacía pen­sar; daba algo de miedo y a la vez te divertía… ¡El bas­tar­do lo había hecho de nuevo!

Debe ser una con­stante en estos even­tos. Se for­man pequeños gru­pos que luego se arri­man y for­man otros; algu­nas per­sonas sueltas miran las obras pero sobre todo se fijan en los demás. R ya había baja­do y se movía de grupo en grupo, fil­man­do a los pre­sentes con una camari­ta col­ga­da del cuel­lo. En un momen­to ‑ya enton­a­do, no estoy acos­tum­bra­do al vino- me despegué de los mucha­chos para ir por otro vaso, y lle­gan­do a la entra­da le hice un comen­tario (for the cra­ic) a un tipejo alto de bar­ba y cabel­lo cre­spo en reti­ra­da: - “cuida­do, tenés un coco­dri­lo detrás”. Me miró sin enten­der la bro­ma, y con­testó en un inglés bas­tante bási­co. Tuve la excusa per­fec­ta para refres­car mi español. Le pre­gun­té si conocía al artista y me dijo, con aires de importancia:

-”soy su mejor ami­go, estoy tra­ba­jan­do con la Emba­ja­da Argenti­na”, y de inmedi­a­to arrancó un inten­so name drop­ping; que Roy­al Ascot, que no-se-quién, como si a mí me impor­tara un cara­jo. Me dije Oh Jay­sus e inmedi­ata­mente decidí seguir hacia el vino, pero se escucharon pasos en la escalera y ambos ‑por instin­to- giramos la cabeza.  Defin­i­ti­va­mente no era la Emba­jado­ra. Cuan­do vimos esas pier­nas sobre estile­tos bajan­do los escalones de piedra nos quedamos sin pal­abras. La chi­ca se había pro­duci­do como para ir a un caso­rio; llev­a­ba un vesti­do negro en tubo con un tajo des­de la cadera a los tobil­los, y un hom­bro al aire muy sexy. “Una belleza del Este”, pen­sé cuan­do por fin bajaron sus oja­zos celestes, entre rizos col­or cobre esti­ra­dos en uno de esos peina­dos que vacían media cuen­ta bancaria.

-”a la mier­da…”- dijo el fulano a mi lado. Reconocí la expre­sión; mi propia cabeza decía “holyshit!”. Ape­nas dis­tin­guió a R, la chi­ca ‑me enteré luego que era rumana- cam­inó direc­ta­mente hacia él y yo me dije, son­rien­do para aden­tro, “bas­tar­do, te llegó el postre”. Nun­ca me voy a olvi­dar la expre­sión del tipo que tenía al lado. La cor­rigió rápi­do, pero inclu­so achis­pa­do pude leer el desconcier­to, el shock, el deseo y has­ta la amar­gu­ra de aque­l­la mira­da. Esa envidia no era sana.

 

  1. El Pub

Lon­dres

A la sal­i­da de la exposi­ción, R pro­pu­so seguir la reunión en el pub. No ten­go que decirte que, vinien­do de Dublin, era lo más nat­ur­al del mun­do. Unos pocos invi­ta­dos dec­li­naron por tra­ba­jo al día sigu­iente (Stephen y su novio) o por hijos pequeños (John‑o). Podría haberme excu­sa­do tam­bién pero la vibra del grupo era bue­na, y decidí seguir­los. Nos sacamos una foto todos jun­tos ‑con R y su amigovia rumana en el cen­tro, por supuesto- delante del ban­ner de la exposi­ción en la esquina de Euston Rd, y miran­do de reo­jo me pare­ció que el tipejo alto no encon­tra­ba su lugar; se lo veía incó­mo­do. Luego cam­i­namos unos met­ros has­ta el Roy­al George, sobre  Ever­sholt St, y armamos una mesa larga para seguir la fies­ta. R se sen­tó con su chi­ca en una pun­ta. Tenía cara de cansa­do pero su sat­is­fac­ción era pal­pa­ble; lo había dado todo, su gente le había respon­di­do y dis­fruta­ba su momen­to. Si tuviera que arries­gar, hubiera dicho que ‑mere­ci­da­mente- el bas­tar­do ya pens­a­ba en el postre.

Ya que no conocía a nadie opté por moverme con mi cerveza y picotear (con mi entu­si­as­ma­do español) de aquí para allá. La mesa seguía ani­ma­da, sobre todo un gru­pete de argenti­nas cotil­le­an­do en la pun­ta opues­ta. Mi primera pin­ta se evap­oró, y fui a la bar­ra por otra. La chi­ca rumana esta­ba pidi­en­do algo y vi que se le había acer­ca­do el tipejo. Habla­ban en español. Fue patéti­co: él trata­ba de seducir­la con los mis­mos aires de impor­tan­cia con los que había inten­ta­do impactarme a mí.

Me di vuelta y miré a R. Esta­ba tran­qui­lo, pero advertí que su can­san­cio muta­ba en impa­cien­cia. Había toma­do una decisión. Se acer­có a la bar­ra, y con un movimien­to exper­to inter­pu­so su cuer­po, indicán­dole a la chi­ca que quería un min­u­to con el ami­go. El tipejo se había son­ro­ja­do. Dis­imulé miran­do la repisa de los licores ‑a espal­das del bar­tender- para no perder pal­abra, y logré escuchar el inter­cam­bio. Bási­ca­mente R le decía que tenía que bus­carse un lugar donde pasar la noche; él quería estar tran­qui­lo con la chi­ca, que había via­ja­do espe­cial­mente des­de Dublin. Yo no sabía el tras­fon­do ‑entendí que Q se hosped­a­ba con R- pero, como hom­bre, el planteo me parecía más que razon­able. Son esos momen­tos en los que no hay ni que pen­sar­lo; te ale­grás por tu ami­go, te vas de joda -¡estás en Lon­dres!-, y volvés por la mañana a dormir. O movés tus con­tac­tos y te ubicás un sofá en casa de alguno, así ten­gas que dis­putárse­lo al perro.

Pero Q se rehusó. A esa hora la Emba­ja­da había cerrado/sus con­tac­tos vivían lejos/apenas conocía Lon­dres, el tipejo era solo excusas. Aunque había deja­do su name-drop­ping a buen res­guar­do aho­ra, hizo el sim­u­lacro de lla­mar a un cono­ci­do de la Emba­ja­da. R y la chi­ca se habían sen­ta­do, y Q volvió ensegui­da con cara de pichón moja­do para seguir insistien­do. La rumana parecía con­movi­da, y creo que fue en ese momen­to que le vi a mi ex-cole­ga su expre­sión más dura. R esta­ba fas­tidi­a­do. Vién­dola fun­cionar en ella, com­prendió la manip­u­lación. Q le esta­ba aguan­do la fiesta.

El humor de la mesa empez­a­ba a cam­biar. Si min­u­tos atrás R se esta­ba rela­jan­do, aho­ra pens­a­ba de for­ma ejec­u­ti­va cómo con­tener la situación. Agar­ró su móvil, y empezó a bus­car hotel. Yo no tenía claro si la habitación era para el tipejo o para ellos; pero sabía que los pre­cios de Lon­dres sin reser­va solo se los puede per­mi­tir un ejec­u­ti­vo de los Emi­ratos. La opción no era real­ista. Enter­a­do, Q cam­bió de pun­ta y se mez­cló con las argenti­nas. Cómo se las apañó para seguir con su altan­e­ría social man­te­nien­do esa cara de pichón bajo la llu­via, es algo que me sigo pre­gun­tan­do. Te sonará machista, pero creo que el par­loteo femeni­no en esa parte de la mesa fue ter­reno fér­til para lo que sigu­ió. Nadie me lo con­tó, ahí esta­ba yo con mi segun­da pin­ta por la mitad: Q les explicó que ‑esa noche- su queri­do ami­go lo quería desahu­ciar. Los detalles esta­ban implíc­i­tos…para fol­larse a la rumana.

Lo he vis­to mil veces en el pub. Cier­tas mujeres ‑espe­cial­mente en grupo, y con algu­nas copas enci­ma- pueden pon­erse desen­fre­nadas y moral­is­tas a la vez. Si aparece una irlan­desa gua­pa se llenan la boca con elo­gios fal­lu­tos. Pero si la que entra es rusa o eslo­va­ca sus celos no tienen dis­fraz, y el hala­go más benévo­lo es slut. ¿Ves la conex­ión? Por un lado el moocher se bus­ca­ba un sitio entre las propias amis­tades de R y, al mis­mo tiem­po, tira­ba a su ami­go deba­jo del bus. Sitio no con­sigu­ió, pero fue como si hiciera llover aden­tro del pub. Cuan­do R volteó la cabeza vio que sus ami­gas lo mira­ban con desdén.

El giro de las cosas me había puesto incó­mo­do. Hubiera preferi­do excusarme (como habían hecho Stephen o John) a la sal­i­da de la Crip­ta; me habría evi­ta­do el regus­to de ese ines­per­a­do tra­go.  Apuré mi pin­ta y comencé a des­pedirme, y el resto hizo lo mis­mo. A los dos min­u­tos la mesa entera esta­ba en la vere­da des­pidién­dose unos de otros. Pero lo más increíble fue ver al tipejo sigu­ién­do­lo a R y a su chi­ca hacia la para­da del tube; parecía uno de esos per­ros sin dueño que te se te pegan por la calle y con los que lo inten­tás todo (des­de shoo-shoo has­ta la mími­ca de una pata­da), pero se mantienen a unos met­ros y no te pier­den pisada.

Dublin

La últi­ma vez que lo vi fue a los dos años de ter­mi­na­da la Pan­demia. Yo había vuel­to a casa tras una larga déca­da en Lon­dres, y R esta­ba en Dublín de visi­ta. Se había muda­do a Buenos Aires por motivos seme­jantes a los míos: el maldito virus nos había hecho replantear las cosas y volver a las raíces. Ni uno ni el otro sugir­ió el leg­en­dario O´Neill´s; habíamos pasa­do pági­na. Además, como decía R, “Dublin es un gran pub con algu­nas casas en el medio”. Quedamos en el Grogans.

En un primer catch-up me resum­ió su tiem­po en Buenos Aires. Apun­tó mar­avil­losos reen­cuen­tros (con la ciu­dad, su gente y ‑mis­te­rioso- con el amor), y tam­bién algunos des­en­cuen­tros. Inter­preté (por esto últi­mo) que se refer­ía a Q. Me dijo que éste se había pesca­do el Covid; que llegó a estar muy grave y que casi la pal­ma. Que él se había man­tenido al tan­to y puesto a dis­posi­ción, y que habían queda­do en encon­trarse una vez super­a­da la cri­sis. No se vieron más. La opor­tu­nidad más clara hubiera sido cuan­do (curiosa­mente) Q orga­nizó una exposi­ción de artis­tas para una renom­bra­da fir­ma de moda mas­culi­na ‑espe­cial­iza­da en tra­jes de vestir- de la cual, nat­u­ral­mente, no lo par­ticipó. Lo miré pas­ma­do, evo­can­do los bes­tiales retratos sobre telas de tra­je que R había pre­sen­ta­do ‑ocho años atrás- en La Crip­ta. R le dio un sor­bo a su pin­ta y me miró, pen­sati­vo. No era nece­sario agre­gar más. Entonces le hice notar que el últi­mo encuen­tro había sido en el Roy­al George de Lon­dres. — “¿Y des­de cuán­do es novedad encon­trarse en un pub?”- dijo son­rien­do, y deján­dome en off­side. Sabía per­fec­ta­mente que le esta­ba pre­gun­tan­do qué había pasa­do después. Su tiem­po en Buenos Aires lo había vuel­to menos paciente a la sin­u­osi­dad irlan­desa; fue cuan­do me largó toda esta his­to­ria. Me con­tó que la Emba­jado­ra nun­ca se llegó a la mues­tra (si es que se había enter­a­do), pero que la respues­ta del públi­co había sido suma­mente pos­i­ti­va. Gente de a pie y com­ple­ta­mente impar­cial, tur­is­tas de todas partes que se habían aven­tu­ra­do al infra­mun­do de La Crip­ta con­vo­ca­dos por esos sim­ples ban­ners sobre Euston Rd.

Mien­tras escuch­a­ba lo que sigu­ió com­prendí que mi memo­ria no había inven­ta­do esa últi­ma esce­na. El tipejo real­mente los había segui­do hacia el tube como un per­ro calle­jero, y no había habido for­ma de sacárse­lo de enci­ma. Pataleó, rogó, hizo cualquier cosa menos dejar en paz al ami­go cuya fies­ta acaba­ba de arru­inar. Me cues­ta recor­dar a R eno­ja­do, mucho menos vio­len­to. Pero en esas injus­tas cir­cun­stan­cias me lo puedo imag­i­nar. Supon­go que fueron el can­san­cio y evi­tar­le a la chi­ca una esce­na fea que lo deci­dieron por nego­ciar en la estación del tube, en lugar de empu­jar al tipejo a las vías jus­to cuan­do lle­ga­ba el tren. Y aunque el tra­to había sido bien sim­ple -“te quiero afuera mañana a las 7”- Q los des­pertó con fuertes y pro­lon­ga­dos chapo­teos en la bañera, como un chico de tres años que jue­ga con su pati­to de goma.

Lo que sigue va por mi cuen­ta: estoy seguro que ‑aque­l­la noche- mi cole­ga no se privó del postre. Creo que el bas­tar­do lo hizo con la chi­ca rumana sabi­en­do (él, arqui­tec­to) que el futón del  tipejo se apoy­a­ba en el tabique divi­so­rio con la habitación, y que el tabique era una mier­da de pla­cas de yeso. Con el per­fil que me había hecho de Q podría jurarte que, al otro lado y aprovechan­do la activi­dad en el dor­mi­to­rio, el tipejo se la cascó.

 

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