SdV/T1 — E5

Secun­dario de Varones — Episo­dio 5

Los Dineri eran poderosos. Esto era evi­dente por el halo que envolvía a Maro, y que lo sep­a­ra­ba sutil­mente del resto. La proyec­ción rev­er­en­cial afecta­ba al alum­na­do tan­to como a la direc­ción: los pro­fe­sores se cuid­a­ban de exi­girle, los com­pañeros de molestar­lo, y todos intenta­ban ser reg­istra­dos por su impor­tante aten­ción. En el caso de las autori­dades, la políti­ca era impre­scindible para reten­er las…

Los Dineri eran poderosos. Esto era evi­dente por el halo que envolvía a Maro, y que lo sep­a­ra­ba sutil­mente del resto. La proyec­ción rev­er­en­cial afecta­ba al alum­na­do tan­to como a la direc­ción: los pro­fe­sores se cuid­a­ban de exi­girle, los com­pañeros de molestar­lo, y todos intenta­ban ser reg­istra­dos por su impor­tante aten­ción. En el caso de las autori­dades, la políti­ca era impre­scindible para reten­er las gen­erosas dona­ciones de los Dineri. No era fácil deter­mi­nar si el dinero del que provenía Maro era viejo o nue­vo, pero  todos sabíamos que era mucho. El renom­bre famil­iar había surgi­do de un enlace clási­co en algún pun­to de la línea: un fron­doso apel­li­do con la grue­sa bil­letera de un industrial.

Para ser fran­co, Maro Dineri parecía algo lento. Habla­ba poco, baji­to, y con la papa en la boca. Casi gruñía. Tenía el pelo ceniza claro, y éste le llovía sobre la cara y unos ojos de ranu­ra que, cuan­do se reía, desa­parecían. Sus resul­ta­dos esco­lares eran medioc­res, y sin embar­go bril­l­a­ba con la per­pet­ua luz de los escogi­dos, los naci­dos en cuna de oro; o más pre­cisa­mente, de los que se saben inmunes. Acos­tum­bra­do des­de chico a ten­er­lo todo, su interés por cualquier cosa o activi­dad dura­ba lo mis­mo que un com­er­cial en TV. Si una tem­po­ra­da lo movían los cabal­los y el polo, pasa­ba los restantes meses vis­i­tan­do el pro­gre­so de los nuevos estab­los en la estancia; sus cuar­tos se pobla­ban de las mejores mon­turas y el polista-instruc­tor se con­vertía en su fla­mante mae­stro de vida. Nat­u­ral­mente, cuan­do lle­ga­ba el ver­a­no, su aten­ción era cap­ta­da por los deportes y activi­dades náu­ti­cas, fue­sen veleros y regatas o lan­chas con motor fuera de bor­da. Podría decirse que los gas­tos de Maro ape­nas le agre­ga­ban unos dec­i­males al pre­supuesto famil­iar. Ter­mi­na­do segun­do año pocas cosas logra­ban moti­var a Maro. Esta­ba en la plen­i­tud de la ado­les­cen­cia, y sus reglas tam­bién lo alcan­z­a­ban. Maro nece­sita­ba un propósi­to; lograr algo por sí mismo.

La enési­ma cel­e­bración-aniver­sario de sus padres encon­tró a Maro deam­bu­lan­do por el par­que de la chacra marí­ti­ma. Tras un atarde­cer soña­do, las estrel­las comen­z­a­ban a parpadear; los gril­los turn­a­ban sus can­tos en hip­nóti­cas oleadas. Pinos y flo­res mez­cla­ban con la noche su per­fume exquis­i­to. Este edén esta­ba en Uruguay, pero evo­ca­ba un glam­oroso rincón de la Cos­ta Azul. Recosta­do con­tra las suaves dunas perime­trales los orga­ni­zadores habían emplaza­do un her­mosísi­mo gaze­bo. Tras los postres, el esce­nario se ilu­minó y un grupo comen­zó a tocar. El tim­ing fue impeca­ble, la event plan­ner había arries­ga­do un pasaje étni­co. La ausen­cia de  cejas enar­cadas o gestos desapro­ba­to­rios – el cham­pán se servía des­de tem­pra­no- fueron su mejor respal­do. La músi­ca tomó a Maro por sor­pre­sa. Esper­a­ba tediosas can­ciones de Sina­tra o Liza Minel­li para que la can­tante de turno luciera su vibra­to. Des­de la tari­ma, en cam­bio, bro­taron rit­mos caribeños y africanos; un esti­lo que lo cau­tivó. Los temas de reg­gae dieron paso con ele­gan­cia a clási­cos de rock. Maro Dineri esta­ba clava­do al pie del esce­nario, fasci­na­do con la destreza del gui­tar­rista. A difer­en­cia de los pre­sentes, el músi­co no vestía poleri­ta Lacoste, o una camisa a rayas sobre un cuer­po tosta­do. Llev­a­ba una camperi­ta de jean desabrocha­da, que ape­nas le cubría su remera estam­pa­da con la cara de un tal Peter Tosh. El pelo le sobre­salía bajo un des­col­ori­do gor­ri­to de hilo a col­ores . Esta­ba algo páli­do, y unos anteo­jos negros de plás­ti­co -en ple­na noche- le cubrían com­ple­ta­mente los ojos. Como si no le impor­taran las esplén­di­das mod­e­los que se movían con el rit­mo a met­ros del esce­nario. Parecía indele­ble, además, a las vie­jas que par­lote­a­ban en las mesas cer­canas, agi­tan­do las per­las de sus muñe­cas, y las arru­gas bajo los brete­les de sus vesti­dos con piedras incrus­tadas. Maro había encon­tra­do su próx­i­mo desafío, su nue­vo gurú.

Javier Mini­calle era ori­un­do del GBA. Del oeste pro­fun­do o far west, como brome­a­ba en sus cír­cu­los. Provenía de una famil­ia de labu­rantes y músi­cos. La rema­ba des­de chico, ayun­dan­do al padre como plo­mo de esce­nar­ios o hacien­do los man­da­dos en la PYME de su tío. Su cuen­tak­ilómet­ros mar­ca­ba cuarenta años, él los sen­tía como cin­cuen­ta muy roda­dos. La había vivi­do lun­ga. Su indis­cu­ti­do tal­en­to y ded­i­cación a la músi­ca lo habían arri­ma­do a grandes fig­uras de la esce­na nacional, quedan­do nor­mal­mente rel­e­ga­do a la letra chiq­ui­ta en las tapas del vini­lo o las eti­que­tas del cas­sette. Había for­ma­do por su cuen­ta var­ios gru­pos de uno o dos hits, siem­pre arañan­do la fama para ver­la ale­jarse súbita­mente a var­ios cuer­pos de ven­ta­ja. Muy cer­ca de lograr­lo para aban­donar, pero sufi­cien­te­mente lejos como para acu­mu­lar por años el can­san­cio de la desazón. Javier sen­tía que era tarde para arran­car de cero. Y la PYME del tío había que­bra­do el año ante­ri­or; ya no con­ta­ba con ese sal­vavi­das tem­po­rario. Estos even­tos lo enfer­ma­ban. Económi­ca­mente le per­mitían sacar la cabeza del agua un par de meses si estira­ba la gui­ta. Pero lo deja­ban un poco sucio. Reconocía entre el públi­co a los gar­cas que liq­uid­a­ban al país, los que salían en la revista GENTE pero que –indi­rec­ta­mente- habían man­da­do a su tío al hos­pi­tal con un bobazo.

Maro se acer­có al esce­nario ter­mi­na­da la fies­ta. Los músi­cos enrosca­ban cables y guard­a­ban ped­ales… ¡Qué mun­do tan copa­do! Desconocía la fun­ción de la mitad de los aparatos, pero ya podía imag­i­nar­los en su cuar­to de la calle Ayacucho.

-“Cuida­do pibe, que te podés quedar pega­do”- advir­tió con la voz cansa­da Minicalle.

-“ ¡Me encan­tó como sonó la ban­da!” – dijo Maro sin darse por alu­di­do. Javier unió rápi­do los pun­tos y con­cluyó que el chico debía ser un Dineri. Mien­tras removía un ampli­fi­cador para lle­var­lo a la camione­ta - tal vez para sacarse la duda- le sigu­ió la conversación.

-“ ¿Vos tocás algo?” – pre­gun­tó Javier.

- “Mataría saber tocar la vio­la. ¿Me darías clases?”

Lle­ga­do el Mar­zo de Buenos Aires, una sec­re­taria del Sr Dineri con­tac­tó al músi­co. Más tarde Maro le expli­caría que era por razones de seguri­dad; que sin seguir este pro­to­co­lo sus padres no acept­a­ban extraños en la casa. Mini­calle ya había olvi­da­do el diál­o­go de aque­l­la noche, pero tenía angus­tiosa­mente pre­sente que la pla­ta de ese even­to lo había sostenido los últi­mos meses. Y que prác­ti­ca­mente no le qued­a­ba nada. Javier fin­gió estar tapa­do por com­pro­misos esa sem­ana; acep­tó ser agen­da­do para la sigu­iente -“me puedo hac­er un hueco”.

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Uno de los encar­ga­dos del palaz­zo porteño donde vivían los Dineri recibió al pro­fe­sor de gui­tar­ra en la plan­ta baja y, tras los chequeos de rig­or, le indicó el ascen­sor de ser­vi­cio. Des­de el palier secun­dario una muca­ma lo guió por el laberín­ti­co piso. Mini­calle maldijo para sí… ”¿qué cara­jo hago acá? Sólo la coci­na era más grande que el sucu­cho que alquil­a­ba en Cabal­li­to. Cam­i­nan­do con un refle­jo incor­po­ra­do, el músi­co se cuidó de no gol­pear el estuche de su gui­tar­ra con­tra mar­cos o mue­bles.  Puer­ta tras puer­ta, ambi­ente tras ambi­ente, invir­tió incon­cien­te­mente los suje­tos de su hábito: ya no pro­tegía el instru­men­to de posi­bles golpes, sino que había comen­za­do a cuidar el mobil­iario de los Dineri. Maro lo recibió en su cuar­to con apatía, pero Javier reg­istró las notas de entu­si­as­mo en su voz. Sin eso, prob­a­ble­mente no habría vuel­to a pis­ar la casa.

El pro­gre­so de Maro se hizo –lenta­mente- tan­gi­ble. El chico no era un tal­en­to nat­ur­al, acá no había un dia­mante para pulir, pero al menos le ponía ganas. Mae­stro y alum­no habían logra­do una ruti­na mutu­a­mente prove­chosa. Con los ingre­sos de las clases, Mini­calle paga­ba la luz, el gas, y sum­a­ba para el alquil­er; Dineri acuña­ba un carác­ter, una iden­ti­dad. Maro dejó las poler­i­tas y empezó a vestirse algo más suel­to; encar­riló sus gus­tos hacia ese esti­lo afroamer­i­cano que lo había fasci­na­do. Cada cual comen­zó a imag­i­nar sus sigu­ientes pasos. Maro pen­só en for­mar una ban­da para impre­sion­ar a Euge­nia Matisse, su amor inal­can­z­able; Javier en recon­stru­ir su pro­pio grupo y, lle­ga­da la opor­tu­nidad, per­suadir al pupi­lo para que lo conec­tase en sus esferas. Y así lograr el mere­ci­do reconocimiento.

Maro bau­tizó a su ban­da Los her­manos Mor­ris, en alusión a un com­ic, quedan­do luego en Los Mor­ris. Los otros tres Mor­ris tenían algo más de pas­ta que Maro en bajo, batería, voz y segun­da gui­tar­ra, pero el caris­ma Dineri lo impu­so cómoda­mente como líder. Era claro para todos cómo se abrían las puer­tas. Los chicos comen­zaron a jun­tarse después del cole­gio para zapar y com­pon­er temas, prin­ci­pal­mente de reg­gae. Mini­calle hizo lo pro­pio con su troupe. Al amparo de esa mín­i­ma esta­bil­i­dad financiera, el gui­tar­rista había recu­per­a­do ini­cia­ti­va y entu­si­as­mo. Los músi­cos lo sigu­ieron en el sueño y, en un esfuer­zo sobre­hu­mano, sumaron a sus tra­ba­jos largas horas de ensayo. La vocal­ista -a la vez que lidi­a­ba con las expen­sas y su hijo autista — adop­tó una estric­ta dieta para recu­per­ar su figu­ra. El batero largó por enési­ma vez la fafafa; el bajista paci­ficó la relación con su ex esposa. El grupo comen­zó a sonar mejor que nun­ca; los temas tenían ese toque mági­co de los clási­cos que lo son antes de ser­lo. Cuan­do Maro lo invitó al primer recital de los Mor­ris, Javier sin­tió que- por fin- hacía pie en ter­reno firme. Era obvio que Maro bus­ca­ba una val­i­dación ante sus com­pañer­i­tos, mostrarse al lado de un músi­co de ver­dad. Mini­calle esta­ba logran­do la con­fi­an­za de Dineri, col­gan­do así las poleas que lev­an­tarían el telón de su postergación.

Los Mor­ris arran­car­on con cov­ers de Mar­ley, avan­zaron con dos o tres temi­tas pro­pios alu­sivos a la mar­i­hua­na y al club de fút­bol de Maro, y cer­raron la pues­ta tocan­do un pop­urrí de SUMO. El final fue un cacheta­zo para Mini­calle. Recordó sus colab­o­ra­ciones y andan­zas con el leg­en­dario grupo, las largas char­las con su líder en una pizzería de Once. Ote­an­do este hor­i­zonte de pen­de­jos chetos, le entraron áci­das arcadas. Durante la pre­sentación había man­tenido oídos indul­gentes, pero esos últi­mos temas eran la procla­ma de una rebeldía espúrea.

-“¿Cómo estu­vi­mos?” – le pre­gun­tó detrás de esce­na Maro al músi­co, antic­i­pan­do su respuesta.

-“¡La descocieron!” – jus­ti­ficó el tutor.

En la primera clase tras el recital estu­di­antil, y luego de reforzar las loas pre­vias, Mini­calle le habló a Dineri sobre su propia ban­da. Lo bien que esta­ban sonan­do. Que viniera a ver­los un día. Maro le dijo casi con desgano que iría pron­to. Cómo le costa­ba leer­lo a este chico, pen­só Javier. Igual­mente dio la semi­l­la por plan­ta­da. Sin embar­go la aten­ción de Dineri se man­tu­vo cen­tra­da en su grupo, y no fue a ver los ensayos de Javier. Clase a clase y de todas las man­eras posi­bles, Mini­calle inten­tó com­pro­m­e­ter el apoyo de su pupi­lo. Por su parte, los músi­cos de la ban­da de Javier comen­zaron a exi­girle hechos con­cre­tos; tocar en los apestosos sitios de siem­pre para “aumen­tar la com­paci­dad del sonido” ya no los con­forma­ba. No podrían sosten­er ese rit­mo mucho más tiempo…habían hipoteca­do su vida al éxi­to de la ban­da, y los acree­dores gol­pearían a la puer­ta pron­to. Una tarde Mini­calle decidió plan­tar­le cara al chico y, sobre­ac­tuan­do una gripe incip­i­ente, can­celó la cita. La sec­re­taria lo llamó a los pocos min­u­tos. La mujer –tan edu­ca­da como aserti­va- dejó claro que, de no asi­s­tir a dar esa clase, el músi­co podía olvi­darse de las próx­i­mas. Javier se abrigó y sal­ió dis­para­do hacia Reco­le­ta. Durante la sesión, Maro deslizó que su pri­ma segun­da-peri­odista estrel­la en el diario La Nación y edi­to­ra del suple­men­to Rock - había esta­do de visi­ta la tarde ante­ri­or. A Mini­calle comen­zó a tem­blar­le el pul­so. Como si la fin­ta de la can­celación, coro­lario del mar­tilleo de los últi­mos meses, hubiera dado en el blan­co. No podía ser coin­ci­den­cia; des­de su hosquedad el chico le esta­ba dicien­do que final­mente le daría esa mano. Pron­to podría red­imir esa larga ruta de sac­ri­fi­cios, ese penoso camino para desar­rol­lar su pasión y tal­en­to. Había dado al  fin con una opor­tu­nidad real, el salvo­con­duc­to a una vida más digna. Más merecida.

En la sigu­iente pre­sentación de los sába­dos en el Antro de Boe­do, Mini­calle acari­ció el cielo con las manos. La vocal­ista tra­jo la noti­cia mien­tras afin­a­ban las gui­tar­ras: ¡la peri­odista esta­ba ahí, jun­to a un fotó­grafo, en una de las mesas del fon­do! -“¿Vieron? Se los dije… ya está gente, ¡sal­g­amos a romper­la!”arengó Mini­calle. Fue el mejor recital de su vida. La ban­da explotó, el sonido fue per­fec­ción, y el públi­co respondió con entre­ga a la incon­tenible energía rock­era pro­duci­da sobre el esce­nario. La can­tante, un angel ende­mo­ni­a­do, per­foró los cora­zones de la audi­en­cia con su mejor voz. Y la gui­tar­ra de Mini­calle erizó los pelos de cada nuca, la piel de cada bra­zo agi­ta­do al aire para mar­car el rit­mo. Y aún inmer­so en ese éxta­sis, Mini­calle pudo reg­is­trar los flash­es hacia el esce­nario, dis­para­dos sin dudas por el fotó­grafo del diario. Esa noche Javier dur­mió poco. La adren­a­li­na tardó en dejar­le las venas. Bien entra­da la mañana del Domin­go, Javier impro­visó un desayuno con restos de piz­za fría y mate coci­do. Y cuan­do volvió a la cama dur­mió, son­rien­do, diez horas seguidas. La hora de Mini­calle esta­ba a la vuelta de la esquina.

Al día sigu­iente Javier recibió un lla­ma­do de la sec­re­taria de los Dineri can­ce­lando las clases de momen­to “ya que el Sr. y su hijo se habían ido de via­je unas sem­anas”. Mini­calle respiró alivi­a­do. Qué pocas ganas tenía de dar clases… Aprovechó el espa­cio para rear­mar la agen­da de su grupo y citó a los músi­cos para el Martes a la madru­ga­da, en el bar de siem­pre, frente a la sala de ensayos. No había tiem­po que perder, debían redoblar la apues­ta. Mini­calle fue el últi­mo en lle­gar al barci­to. Sus músi­cos lo reci­bieron con pal­madas en la espal­da. Tenía un ham­bre atroz; pidió cua­tro medi­alu­nas y un café con leche. El cli­ma era tri­un­fal, una pro­lon­gación del brindis en el back­stage del Antro. El bajista y el del saxo remem­o­raron pasajes glo­riosos de la noche del Sába­do; la can­tante se rió con Mini­calle, y jun­tos espec­u­laron sobre la catara­ta de notas que seguirían al inmi­nente artícu­lo de La Nación. El soni­dista se refir­ió al batero: -“el gor­do se fue al baño otra vez…la fama lo tiene nervioso, jaja”.  El bater­ista recor­rió los seis u ocho met­ros que lo traían de vuelta del san­i­tario con paso lento, y la mira­da fija en la tapa del diario La Nación. Nadie le prestó aten­ción has­ta que aplas­tó el diario sobre la mesa, delante de Mini­calle, sacu­d­i­en­do cafés y desayunos. El silen­cio fue total.  Ahí esta­ba, la pelota vola­ba al ángu­lo, pen­só el gui­tar­rista. Cuan­do el bater­ista retiró la pal­ma del papel impre­so, los ros­tros expec­tantes se secaron al uní­sono. Den­tro de un enorme recuadro desta­ca­ba la foto de Los Mor­ris , ocu­pan­do un cuar­to de la primera plana. En el copete podía leerse “Empezamos gol­pe­an­do el pupitre con dos reglas…” y la nota seguía con otras fab­ri­ca­ciones a medi­da. El títu­lo anun­cia­ba con estri­den­cia su nota exclu­si­va: “Los Mor­risLa nue­va gen­eración rock­era”.

Durante aquel via­je con el padre, Maro decidió que sería empre­sario. A su regre­so encon­tró esa mere­ci­da primera plana, per­fec­ta­mente enmar­ca­da, en la pared de su cuar­to. Sigu­ió tocan­do en algu­na que otra fies­ta esco­lar y luego en algún casamien­to, cuan­do le venía nos­tal­gia por su eta­pa de rock star. A los pocos años ascendió a ger­ente gen­er­al en la empre­sa insignia del grupo famil­iar, y pen­só en pre­sidir, para dis­traerse, su club de fútbol.

FINAL SdV/T1

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SdV — Temporada 1

Secun­dario de Varones

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SdV/T1-E1- Una pastiwrita

SdV/T1-E2- El Avión, otro emprendimien­to de Augus­to Benutto

SdV/T1-E3- Tur­is­mo Villero Express

SdV/T1-E4- Detrás del gang bang en la Reser­va India

SdV/T1-E5- Esa mere­ci­da primera plana

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Sea­son 1

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