La noche flota en el Danubio, y sobre los hermanos que otean las amarras desde el muelle Újpesti. Tratan de distinguir cuál de los bateaux es el de la fiesta. R había pasado a buscar a Marnie por lo de Dani, en la calle Csalogány esquina con el río, donde ella está parando. Increíble la vista del Parlamento desde ese depto ‑en la margen opuesta‑, todo iluminado y en espejo contra el agua…de cuento.
La noche flota en el Danubio, y sobre los hermanos que otean las amarras desde el muelle Újpesti. Tratan de distinguir cuál de los bateaux es el de la fiesta. R había pasado a buscar a Marnie por lo de Dani, en la calle Csalogány esquina con el río, donde ella está parando. Increíble la vista del Parlamento desde ese depto ‑en la margen opuesta‑, todo iluminado y en espejo contra el agua…de cuento. La idea de este encuentro surgió durante la visita de Marnie a Dublín, donde reside R e hizo pie la hermana menor al iniciar su tour europeo. Budapest ‑ciudad que R ya conoce de mano local, por su amiga Zsófia- será el broche final.
El anfitrión de Marnie ya está en la fiesta y ella, siguiendo la costumbre marplatense, armó una “mini-previa” tras la que los hermanos caminaron –cruzando los puentes de la isla Margarita- hasta llegar a los barcos, sobre Pest. Marnie es apenas veinteañera y R promedia los cuarenta. Son, en verdad, medio hermanos. No se conocen demasiado aunque, al menos para él, la diferencia de edad juega a favor del cariño. R la recuerda de muy chica, con sus botitas de goma amarillas, regando las plantas en el jardín del caserón paterno en San Isidro. Se ve a si mismo pintándole las palmas de sus manitos para que las estampe en la pared exterior de su atelier. Ese que él, para horror de la madre de Marnie, se había armado en uno de los lavaderos externos. En cierto modo, R había querido darle a su hermanita –a través del arte- un respiro del asfixiante mundo de barbies y de princesas Disney, de las que esperan el rescate de su príncipe azul. Más o menos a la misma edad en la que Marnie y Dani se habían conocido en el jardín de infantes, y hecho tan inseparables como sus madres ‑una médica marplatense y una bióloga de Budapest.
Las botitas de Marnie son ahora sandalias montadas sobre unas impresionantes plataformas de goma-eva, que hasta el KISS Gene Simmons envidiaría y que R no recuerda haber visto en Irlanda. Le siguen una minifalda fatale y un top de lentejuelas, regado por una cascada de pelos larguísimos, aclarados al sol de Playa Grande. Y la pintura ‑observa el hermano mayor- la lleva ahora en la cara, para la fiesta de egresados del flamante doctor Dani.
Marnie nunca especificó el tono de la fiesta, y R detesta quedar offside, subirse al evento de polizón. Por lo tanto recicló su mejor jean, estiró una camisa blanca bastante digna y se calzó los timbos de suela. En lugar de un saco, se la jugó por la campera negra de cuero fino. Y que sea lo que Dios quiera. Si da se queda, y si no, habrá recorrido algunos metros más con la hermanita; la habrá conocido en otra faceta. De última –imagina- se distraerá con las diferencias. En sus cuantos años de docente en Arquitectura asistió a muchas fiestas del alumnado; también a excursiones de fin de semana. Lo que en la facultad era descontracturado, en los viajes escalaba al descontrol. Él –siguiendo una conducta académica nada popular entre sus colegas- participaba de la jarana sin cruzar, digamos, el puente.
2.
Por supuesto llegan con horarios argentinos. Huele a río y también a gasoil; el motor ya está en marcha. La planchada para subir al barco es larga y estrecha, y su hermana –no se fía de las plataformas- lo agarra del brazo: si cae al río se perderá la joda.
En la cubierta, un grumete chequea sus invitaciones y – en húngaro- les indica la entrada, a estribor del bateau. Increíblemente Dani está parado afuera. 1 a 0, piensa R, no entrará sintiéndose un polizón. Lo reconoce inmediatamente; el pequeño hungarito rubio ahora es un ropero pero tiene la misma cara de nene bueno. Lee unos papeles y parece estar ensayando una clase, o un discurso. Aunque no lleva puesto saco, su cuello palomita con moño lo dice todo. Era formal el evento nomás ‑1 a 1, empató Hungría. Marnie quiebra la concentración del amiguito -”¡Dani!” La vista del chico se deshace en un giro de amor, o de calentura, y los saluda con una sonrisa de oreja a oreja. Les habla en un argentino impecable, si bien –en la cadencia de sus palabras- se nota la docena de años ya vividos en tierra de sus ancestros (toda familia húngara hará lo posible por estirar las raíces de su árbol hasta los legendarios magiares, cuando no hasta el mismísimo Atila). R ya está sazonado –tiene “sal y pimienta” en el pelo- y, por la levísima displicencia de su hermana tras el saludo, comprende rápido su juego: ha venido a revolotear. Será una mariposa ligera, en derredor de la cual giren todas las luces de la fiesta…Cinderella va a exprimir cada minuto antes de la medianoche.
Un vistazo al interior tira por la borda su idea de una fiesta de egresados. Todas mesitas para seis –en perfecta línea y fijadas al casco del barco- a los lados de un corredor central bastante angosto. Sobre el centro de cada mesa brilla una esfera de luz tenue, como en un club de jazz. La promoción egresante hace honor a la elegancia y refinamiento húngaros. Ellos son, claramente, los últimos en llegar; el resto de los presentes ya está sentado y charla sin alboroto. Dani los guía por el corredor. Curiosamente, el paso de los hermanos atenúa el murmullo general, como cuando un profesor entra en la clase. Será que distinguieron a los exóticos sudamericanos, se dice R dejándo colar su paranoia. La mesa de ellos, con tres vacíos muy nítidos, tiene ubicación preferencial: primera línea frente a una pequeña tarima-escenario. Ni bien se acomodan zarpa el bateau ‑río abajo- y una mesera les sirve vino blanco espumante.
Dani sube a la tarima. Se ha puesto el saco ‑ya para elevar su aplomo como para (si flaquease) ocultar el sudor en la camisa- y decidido a explotar su lotecito de carisma, comienza el discurso. El rompecabezas ya tiene los bordes, piensa R, más relajado. El “hungarito” es el anfitrión designado; el alumno estrella, el Prom-King. Los privilegios que les han deparado ‑la paciente espera, la exclusiva mesa y demás galas- tienen por objetivo impresionar a Marnie, hacerla su reina. Y su pretendida a) lo sabe, b) como huésped, en su casa, le habrá permitido coquetear con la idea sin terminar de darle calce y c) lo va a dejar pagando esta noche también, o como mínimo le hará subir la apuesta. Por ejemplo, haciéndolo enfrentar los rivales ocasionales que –de seguro piensa su confiadísima hermana- se le acercarán a la primera oportunidad.
La demostración más palmaria de esta conjetura la da el propio Dani. Terminado cada párrafo –los hermanos no entienden ni jota- el chico dirige la vista hacia la mesa de ellos (es decir Marnie), para validar su lucimiento. Marnie lo ignora, Dani insiste. La dinámica produce un llamativo efecto colateral: de a poco ‑se percata R cuando ojea con disimulo sobre el hombro, para entretenerse con la audiencia- otras miradas del público se suman a la del orador. Como si a su mesa se sentara el jurado de “X Factor” y la audiencia esperase el visto bueno a su representante. Pero algo no encaja. En la mesa solo están ellos dos y otros tres graduados. Con el correr del speech R advierte que, en realidad, esos ojos extraños lo buscan a él. Marnie, por su parte, ya no está tan segura de ser la destinataria de la atención… ¡lo fichan a su hermano! La vista más recurrente proviene de una flaquita muy linda, con un rodete castaño sumamente elaborado y delicados anteojos de marco transparente. ¿Por qué lo miran?
R gira la cabeza hacia el otro costado y su vista escapa por el ojo de buey; necesita reconectar sus cables. Han dejado atrás el majestuoso Parlamento y navegan junto a otros bateaux que van y vienen por el río, y que parecen ‑con su interior iluminado- esqueletos a la deriva, narrando la historia reciente de esta antiquísima ciudad. La magnificencia de sus edificios, reconstruida tras los brutales bombardeos aliados, y la nada cortés ocupación soviética tras la Segunda Guerra que tanto la ciudad, como sus habitantes, supieron resistir. También le vienen a la mente los murales futboleros en el barrio judío ‑donde él se hospeda- honrando a Puskás y los equipos de la época dorada. Hungría vivió de su recuerdo hasta que se topó con la jovencísima magia de Diego, en su debut con la celeste y blanca. Y ese tren de asociaciones lo deja, naturalmente, en Buenos Aires. Si mal no recuerda R aquí, en Budapest, Parker y Madonna filmaron escenas para Evita. Como porteño, él cree que Budapest –más que París- es la ciudad que Buenos Aires fantaseó ser.
Lo siguiente que asocia R –cuando decide volver al barco- es la manera en que los miraban ayer, en los populares baños turcos del Hotel Gellért. Habían aprovechado el día de admisión unisex para hacer la experiencia juntos. La bikini, movimientos y risitas de Marnie habían provocado reojos entre los vapores del agua caliente; y hacia él ‑su acompañante mayor- recelos. Incluso envidia. Una apreciación equívoca, como si fuese un nuevo rico ruso presumiendo su novia-trofeo, o peor, otro turista sexual alemán con mucha billetera y menor galantería. De no haber sido por el desenfado de la hermanita –“Jaja, se piensan que soy tu gato”- R se habría sentido incómodo. Pero acá es distinto.
La pregunta se sostiene ¿por qué lo miran? Cuesta creer que sea su origen. A diferencia de su hermana –turista por ahora- él es un expatriado; condición con la que su inconciente convive a diario. Sabe distinguir carteles de frontera escritos en los rostros de algunas personas, registrar condescendencia dentro de ciertas palabras amables. En un sentido afín, prestó atención a los recientes titulares sobre extremismo étnico en la región. Pero ellos podrían pasar por húngaros. Acá predominan las variantes germánicas y eslavas, aunque los rasgos mediterráneos son igualmente comunes. Además las miradas –unas furtivas, otras cholulas- son de respeto, de admiración. Más propias de una celebridad. Si la camada reunida había creído reconocer algún fulano con fama cuando entraron, entonces las atenciones de Dani lo certificaron. Y la giovanotta a su lado sería (con figuraciones tan reprobables como las del Hotel Gellért) una prueba más de su estatus. El razonamiento cierra… ¿pero cuán famoso? No puede ser un actor, o un político; las calles lo hubieran enterado muy pronto. Entonces –infiere- la reputación del personaje debe preceder su imagen: alguien relevante y deseable en este contexto. Los cables finalmente se conectan y R, con un rictus ventriloquial, comenta –“Marnie, creo que me confundieron con alguien importante. No sé, un médico, un académico o un científico conocido.” La hermana se ríe – divertida y sorprendida, también con algo de fastidio porque el reflector la esquiva — “¡mi hermano el premio Nobel jajajá!”
El discurso sigue unos minutos más, se escuchan los aplausos y Dani ‑solo tiene ojos para Marnie- infla el pecho… ¡ésta es su noche! Como medida preventiva R evita cruzar miradas y –llegó la comida- se concentra en su plato: precisamente lo que haría una celebrity con reflejos de anonimato.
Hasta que una parejita se les acerca y, con modestia, se para entre él y su hermana. La partenaire femenina –un bomboncito- se inclina levemente y, dándole la espada a Marnie, le dirige a R unas palabras. Palabras en húngaro por supuesto, durante las cuales Marnie pone cara de “ahora te quiero ver, turro!”. Pero R, bien porque no cree aún lo que está pasando, o porque ha internalizado la impostura y comienza a disfrutarla, patea la pelota hacia adelante. Con sus labios sellados por instinto de conservación deduce – la gestualidad de la chica, su sonrisa pudorosa- que no pueden ser sino elogios. Y apenas la rubiecita termina, R aprueba brevemente con la cabeza, con la severidad y calidez justas de un profesor hacia su alumna. Un truco de dos segundos que funciona a la perfección. La recién graduada sonríe más y vuelve fugazmente la vista hacia su pareja: “¿viste? ¡el Maestro me registró!”, para luego agradecer, darle la mano y retirarse discretamente. Lo mejor son las piruetas faciales de Marnie. La risita sigue allí, pero ahora también está perpleja, decepcionada, incluso admirada: “¿Éste es mi hermano?-¡cómo zafó el guacho!”. La rutina se repite varias veces. Cada graduado que se le acerca cimenta el espejismo, cada egresada su allure.
La mente de R nada a contracorriente. Esta una trama de Hitchcock pero a la inversa: aquí también hay un error, una identidad confundida, pero al protagonista accidental no lo persiguen; más bien lo celebraran. La situación no ha sido buscada y sin embargo es excitante. Enterarse que tiene un doppelganger –eminente- y, en un mismo movimiento, usufructuar sus regalías… ¡es muy gracioso! Pero la broma –se ataja R- puede dar un giro rápido y terminar con él en el Danubio, zigzagueando en sus oscuras aguas hasta Rumania.
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3.
Los hermanos dan por hecho que con el fin de la comida llegará el baile. Para ambos sería un alivio, aunque sus motivos difieran: Marnie quiere adueñarse de la pista y activar de una vez su estrella; R desinflar las presiones de su inesperada notoriedad. Pero no. El pasaje es invitado a subir a la cubierta panorámica, según dice Dani “para seguir la fiesta arriba”. Traducción del idioma común europeo, para chuparse hasta el agua de los floreros.
La vista en la cubierta superior es una gloria, e invita a los ojos –tanto a los sobrios como a los entonados- a bailar un vals entre los brillos de ambas márgenes. Ya pasaron el Bastión de los Pescadores, el Palacio Gresham y el Castillo de Buda. Tras el puente de Erzsébet ‑a estribor- sobre un boscoso y escarpado manto negro, cuelga la Citadella. Mientras recibe nuevas miradas que alargan sus quince minutos de fama, R le hace a su hermanita algún comentario intrascendente. En realidad busca ganar tiempo; escucharse en sus cavilaciones. Apenas percibe la frustración presente en las respuestas de Marnie. El respeto que infunde su hermano look-a-like la han privado de atenciones (aparte de las de Dani), como si fuera invisible… ¡una pesadilla!
Al segundo pedido de una selfie – un nerd larguirucho primero, la flaquita divina después — la tentación de explotar la charada sube a la cabeza de R como las burbujas de su Riesling. Tras la foto la húngara se recuesta sobre la baranda opuesta ‑como en un aviso de Nespresso- y se suelta el pelo en un calculado pase teatral.
- Esto es un “walk in the park”- piensa R. Ya está girándose para cruzar la cubierta hacia la flaquita. Sin embargo su diálogo interior continúa.
— No podés ir más lejos con esto, el idioma te vende…
— pero podés mandarte con un inglés demandante, como tomándole prueba.
— El acting va a quedar expuesto!
— Es una fiesta, TODOS actúan. El debate lo retiene sobre el fino entablonado.
— Aflojá, le vas a hacer pasar calor a Marnie
- No, esta sinvergüenza festejaría mi papelón
— Será un garrón para Dani, el anfitrión
— Come-on nene bueno, GROW-UP!
— En este deck está todo el mundo
— Pero abajo no quedó un alma…
— ¡Además le llevás veinte años!
— Técnicamente somos todos adultos.
Es justo ahí, dejando atrás el Puente de la Libertad y el Hotel Gellért, que su frenesí mental choca con un argumento infranqueable, en las bases de su identidad. Abusar de su posición de gurú, aunque la secta sea prestada, implica iguales miserias. La cosa sería diferente si la flaquita le susurrara ‑en inglés, o castellano- “te parecés mucho, pero yo sé que no sos X”. La tomaría de la mano para seguir charlando abajo. Pero la flaquita no lo sabe; es una contribuyente más a la ilusión colectiva.
El bateau navega por el Danubio.
Cuando sobrepasa el Teatro Nacional el barco emprende el regreso, en una maniobra que apenas se nota. La primera parada es –ironía húngara- el Puente de la Libertad. Es como si el bateau quisiera hacerle reconsiderar el argumento, modificar su decisión. Y por unos minutos lo logra ‑la flaquita todavía relojea. Pero R sabe, muy a su pesar, que es momento de irse al mazo. Este partido no se puede remontar.
El hungarito parece inspirado. Tal vez el alcohol lo haya desacartonado ‑Marnie parece prestarle, por fin, algo de atención‑, quizás le removió su fondo e hizo emerger ese sustrato argento con el que gambetear la charla. El nene está creciendo. No faltará demasiado antes que Cinderella le deje –inconfundible- un zapatito de goma-eva delante de la nariz.
R en cambio, se siente ahora el vergonzante polizón que temía antes de subir, y no le queda otra que excusarse: “Pensaba ir mañana al Memento Park — tengo que levantarme temprano — me bajo en ésta — pásenlo bien.”
Mientras camina por la planchada en Erzsébet, enfrentando el Mercado Central, R no se da la vuelta. Sabe como que hay un Dios en el cielo – y que por supuesto es argentino- que varios pares de ojos le marcan la espalda. Los de la flaquita, fan de una eminencia que él jamás sabrá quién es. De seguro los de Marnie, intrigados, que aún se preguntan quién es su hermano. Y quizás también los de Dani, favorecido por esa extraña carambola. Porque algo le dice a R que esta noche –en su depto, con esa vista de cuento- al Principito se le va a dar.
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Buenísimo Rodri! Esta no mes acordaba !