El número 8 de la casa georgiana –en bronce, sobre la puerta de madera maciza pintada verde inglés- era apenas visible desde la vereda. Se le plantaban delante las huesudas ramas de un almendro, lejos aún de su blanco esplendor primaveral. Los niños, con los baldes repletos, habían cesado su angurriento rastrillaje ‑por esa calle posh- horas atrás. Una vez que los invitados descifraban la numeración, se deshacían del abrigo, y aprestando su botella golpeaban a la puerta, confiaban en sorprender –con sus ropas y caretas- al reservado anfitrión. Pero esa noche helada, escalones de piedra arriba, recibieron la bienvenida del mismísimo Diablo.
0. Northbrook Road, Dublin 6
El número 8 de la casa georgiana –en bronce, sobre la puerta de madera maciza pintada verde inglés- era apenas visible desde la vereda. Se le plantaban delante las huesudas ramas de un almendro, lejos aún de su blanco esplendor primaveral. Los niños, con los baldes repletos, habían cesado su angurriento rastrillaje ‑por esa calle posh- horas atrás. Una vez que los invitados descifraban la numeración, se deshacían del abrigo, y aprestando su botella golpeaban a la puerta, confiaban en sorprender –con sus ropas y caretas- al reservado anfitrión. Pero esa noche helada, escalones de piedra arriba, recibieron la bienvenida del mismísimo Diablo.
Su cumpleaños coincidía con Halloween y, desde hacía años, con el otoño de Dublín. R había basado los detalles de su disfraz recordando un comentario de su amiga Sinéad: “Nada más sexy que un hombre hetero adornado como mujer”. Según ella ‑en una sociedad tan conservadora como la irlandesa- la audacia era prueba de auténtica valía masculina. Entonces, a los ojos delineados, y a los cuernitos que asomaban entre su pelo negro teñido con un spray de truco, les había sumado la pintura de uñas en el mismo color. Su saco favorito (negro también), camisa blanca y un pañuelo en triángulo asomando del bolsillo superior. Elegante; también provocador. Y a juzgar por los insistentes comentarios de un amigo argentino invitado (varios años menor que R) el look también intimidaba: — “Mr B, jaja, ¿no te estará gustando la carne de chancho?” le dijo entre miradas rápidas a otro amigo –francés- demasiado borracho como para espejar una complicidad e integrar el súbito tribunal de hombría que le proponían.
R había iluminado tres sectores de la casa para la fiesta. Con luz azul, representando El Cielo, el hall de acceso; luz tenue para el estar devenido en Purgatorio, y finalmente una intensa luz roja en la cocina y comedor…El Infierno. En esta parte había dibujado, además, un enorme pentagrama en el piso de tablones para la pista de baile. Por la fiesta deambularon las brujas, piratas, y zombies de rigor. Una esmeradísima Raffaela Carrá deslumbró con un convincente playback; el Diablo bailó con Blancanieves –sevillana y muy bonita– y sopló las velas incrustadas en un enorme globo ocular de bizcochuelo ‑con detalles en frambuesa simulando capilares-, cortesía de su mejor amiga. Más apagado que de costumbre, el amigo incómodo se limitó a mostrarle viejos videos de Videomatch al francés, en los que las invitadas eran emboscadas con cámaras ocultas y cuestionable impunidad.
A la mañana siguiente, mientras recogía copas y botellas –Blancanieves dormía, dándole razón a Sinéad-, a R lo sorprendieron sus uñas negras. Recordó al compatriota alterado con su estampa y pensó ‑a la vez que le hacía un nudo a la bolsa de basura- que el chico trataba de espantar con chistecitos aquello que se le hacía horroroso. Bajando con la enorme bolsa negra por la rampa del estacionamiento hacia los contenedores, R se preguntó de dónde traería ese terror. Unos pasos más allá abrió la tapa, balanceó la pesada bolsa con ambas manos y, con alivio, la dejó caer al fondo del contenedor.
1. Calle Interna, Ciudad Universitaria — Veinte años atrás.
Armado con un grueso tubo plástico negro para llevar hojas y planos enrollados, R sube los escalones del Pabellón 3, en Ciudad Universitaria. Sobre el podio de acceso, junto a la entrada, un vendedor –tiene la voz cascada y la usa a tope- promociona sus famosos cubanitos. Cuando le pasa delante una estudiante agraciada (como Tina), baja un poco el volumen y mecha un piropo soez. Con el antebrazo sostiene la bandeja con su mercancía, y bajo ésta despuntan unos dedos gruesos y curtidos entre los que intercala –plegados- billetes de distinta denominación. Su otra mano agita un racimo de cubanitos –“¡A los cubanitoooh!”
La rutina universitaria ya le sienta mejor. Los primeros años han sido un desafío para R, habiendo cambiado trece años en ese único colegio privado de curas por la Universidad de Buenos Aires. Aulas masivas, anchos corredores y paredes del hormigón más anónimo, tapizadas con capas de láminas sobre grafittis todavía más viejos. La diversidad reinante aún lo atemoriza. Gente de orígenes, fisonomías y hasta edades muy diferentes, con vocación y entrega para producir inteligencia. Los ojos de R se deleitan cada día con la diferencia más relevante de esta casa de estudios: ¡hay mujeres!
En esta materia hay que agruparse de a dos. Por experiencias del secundario, R recela de las manadas, aunque su compañero –el colorado- ha nacido para integrarlas. La opción natural es la de los “chetos”; deben de estar con gente como ellos, piensa su compañero sin decirlo. Una mitad del selecto grupo –en total son diez- es de zona norte (San Isidro, Vicente López) y la otra de los barrios bien de la Capital. Incluso varios de ellos son “hijos de”. Sus padres arquitectos no son famosos, pero han construído cientos de metros cuadrados al cobijo de las intendencias militares. El grupete se desplaza de clase en clase, de aula en aula, orbitando sobre su propio eje. R tiene un pie adentro y otro afuera del grupo; ya no tiene ganas de las dinámicas que implican una membresía permanente y la facultad, en su masividad, le ofrece incontables oportunidades para la excusa.
Tina también es parte del curso. Las mujeres son minoría, y saben lo que representan: lo mismo que las minas que bailaban anoche ‑en la tele- como telón de fondo en Videomatch. Como si la temperatura del set fuera distinta para unas y otros, y un verano (artificial) les tocara solo a ellas. Dicen que es por el rating; se acaba de estrenar La Convertibilidad y ahora cada punto en la medición de audiencia conjura, al final de la línea, al milagroso dólar. Los cuerpazos de esas bailarinas venden, y el departamento de vestuario tiene orden de calzarles ‑noche a noche- diminutas minifaldas, tangas y shorcitos. En contraste, Tina es recatada. Es flaquita y morocha, tiene la piel clara y grandes ojos de un color verde oscuro, profundo. Usa los jeans al cuerpo y casi siempre una camisa de algodón blanca que abotona religiosamente hasta el cuello. La chica tiene buenas razones para la reserva, aparte de su condición de presa apetecible. Si fuera solo eso hasta podría aprovechar las aristas favorables, como hacen algunas otras para obtener favores o buenas calificaciones.
R observa que la morocha tiene el hábito de cruzar los brazos sobre el pecho, salvo cuando sus pequeñas manos enseñan las láminas o la maqueta de su proyecto. Entonces, de golpe, su verdadera geometría irrumpe, tensa esa camisa al máximo y delínea un par de tetas infernal. El detalle también ha sido captado por el grupete-manada. Cuando aparece Tina se escuchan risitas cómplices ‑como las del plantel de “piolas” de Videomatch- y alguno anuncia fingiendo voz de locutor: “…entran a la cancha Caniggia y Batistuta…”, por la célebre delantera. También la han rebautizado, y –entre ellos- la llaman Tetina.
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2. Calle Viamonte / Balvanera
En Buenos Aires, Manuel ha encontrado su lugar, su mundo. Tina lo sigue buscando. Cuando los pozos del sur declinaron y las condiciones laborales del padre en Comodoro empeoraron, su madre insistió en volver a la Capital. Ahora Tina muere por independizarse, pero ésto no es económicamente viable. Cada tanto fantasean con Manuel, su hermano, con alquilar un depto juntos y rajar de una buena vez. Poner un punto y aparte a esa atmósfera violenta y tóxica en su casa que, conforme van creciendo, pueden identificar con mayor nitidez. Tal vez si probaran por Congreso, donde los hay más baratos. Incluso en San Telmo, aunque es más peligroso. Tina sabe que el negocio sería mejor para Manuel que para ella. Él ahora está de novio, y sería arriesgado; si la cosa entre los chicos va en serio, ella sumará otra mudanza. Además –se lamenta con profunda culpa- sería duro traer a casa gente de la facultad para estudiar, e incómodo para hacer las entregas de Diseño, que implican noches enteras dibujando. A Tina la cansa solo pensar en dar explicaciones, o peor, lidiar con las caras de los compañeros cuando no las pidan, sumen uno más uno, y descubran que Manuel es homosexual.
3. Calle Interna, Ciudad Universitaria
Tina no tiene nada que perder; ningún chico en el curso se le ha acercado. Los chetos son los peores; miran mucho ‑algo sobradores- y alguno hasta le sonríe, pero su inutilidad es palpable. Les preocupa demasiado lo que piense el resto si el paso dado falla, e intuye que temen también –por idénticas razones- que el intento de en el blanco. El chico del jopo a lo Elvis parece distinto. Habla bajo y, quizás por eso, dice menos boludeces. Además dibuja bien. Cuando le habló a ella, el Jueves pasado, se sintió atraída. Lástima que su compañero, el colorado, sea tan insoportable. Cada vez que se ríe le dan arcadas; hoy mismo lo escuchó refiriéndose a uno de los profesores como “el mariposón”.
4. Calle Viamonte, Balvanera
Es increíble pero –se sorprende R- Tina vive enfrente de su colegio, el de toda la vida. Desde que terminó el secundario él no pasaba por acá. R desconoce el desamparo que arrastra la chica. La explicación a sus movimientos medidos, a sus palabras dichas como para adentro. A él le gusta lo que ve y también lo que ella, bajo la camisa, trata de esconder.
5. Calle desconocida /Comodoro Rivadavia – Doce años atrás
Tina y Manuel armaron la casita con una manta. Engancharon una punta a la puerta del placard y la otra a la pata de la cama. Y en el medio, para levantarla, pusieron un escobillón. Manuel trajo una linterna y Tina un paquete de galletitas Manón. Adentro de la casita hace menos frío. Papá volvió borracho otra vez. Seguro que estuvo en el bar con los muchachos de la perforación… le está gritando a mamá.
6. Av Las Heras al 1700, Recoleta
Al llegar a la cita con Tina R piensa lo increíble de haber pasado mil veces por este edificio sin saber lo que había allí. R y Tina son novios hace poco, y quedaron que él pasaría a buscarla por su otra facultad. En realidad es la Escuela de Bellas Artes Pridiliano Pueyrredón, una casona de estilo neoclásico francés de principios de siglo. Cuando R traspone el inmenso portal y sube los peldaños de mármol hacia el piano nobile, es interceptado por una contracorriente humana que parece salir del mítico club Blitz –en Londres-: chicos y chicas con ropas y peinados extraños, que sobreactúan cada gesto.
Dentro, el atrio lo desconcierta y confunde. El aire está bombardeado por esencia de trementina, óleo y aguarrás. La magnificencia de la casa ‑cedida por una familia bienuda más de cincuenta años atrás- aparece solo de a cachitos. R ve carteles que anuncian horarios de clases pegados sobre altísimas paredes con molduras, y elaboradas barandas de hierro forjado ocultas bajo banderas políticas que cuelgan desde el óculo central, en el primer piso. Los fabulosos pisos están al borde de quedar intransitables por la acumulación de figuras en cartapesta, moldes de yeso y armazones junto a las soberbias esculturas grecorromanas de la casa. También hay enormes bastidores de madera ‑que estiran mayores lienzos- apoyados contra los muros, angostando los pasillos que llevan a las aulas. Entre múltiples capas de charla y gritos con eco, R distingue el repiqueteo de la bolita dentro de un aerosol…alguien está pintando el busto de un prócer en dorado. En su cabeza se ponen en marcha viejos engranjes, y le dicen que este lugar es un antro; un nido de ratas. Qué caos que han hecho de esta casa. Y en eso la ve bajar a Tina por la gloriosa escalera en travertino romano, riendo y charlando con sus compañeros con tal entusiasmo y soltura que sus cimientos se sacuden con amor.
7. Calle Uriburu / Beccar
El sol brilla esta mañana; hace calor, y bajo la camisa Tina previó una bikini. Nunca ha estado en un club náutico. La casa del padre de R la impresiona: estima que la superficie equivale a cuatro o cinco departamentos como el de su familia en la calle Viamonte, sin contar el enorme barco amarrado en el canal, a continuación del jardín y la pileta. La mesa ha sido tendida en una amplia galería en medialuna para que el asado sea afuera, pero Tina se ha metido –una vez más- para adentro. Se suponía que vedrían otras novias que, por lo visto, tenían otros planes.
A uno y otro lado de la mesa, los amigos de R discuten de futuros laborales: ser “cola de león” en una gran empresa, o “cabeza de ratón”, es decir emprendedores. A los ojos de Tina, no son distintos que los chetos de la facultad: muchas risas y gastadas, mucho medir quién mea más lejos…todos nenes de mamá. Incluso está el colorado, patrullando qué dice tal o cuál para acusarlo sucesivamente de maraca, tragasable o balín: una joda que recuerda que no hay pecado peor, o pérdida de estatus más abrupta, que alejarse de la norma. Lo diferente es una peste, y los apestados son, como mínimo separados. Un flaco con anteojos de sol redondos cuenta cuando, volviendo de una salida, paró el auto en medio de la nada e hizo bajar a la mina, porque ésta dijo algo que le molestó. “Las minas son como los caballos, hay que tener la rienda corta”, se escucha decir por lo bajo.
Hablan del recital de INXS – otro milagro del uno a uno- y qué diosa la rubia en topless que le trajo la torta al cantante. Sale el tema de la selección, la Copa América, y qué garrón se está comiendo el Diego en cana. Hablan de la Ferrari del Presidente y cuánto tardó en llegar a Pinamar; si lo acompañaba Yuyito González o alguna modelo top. Y todos le dirigen miradas rápidas a Tina, intimándola a que se saque la camisa. Tina tampoco se fía del padre. Aparenta amabilidad cuando trae nuevos cortes desde la parrilla, pero el filo incansable de esa sonrisa con aroma a vino tinto la pone inmediatamente en guardia. Su novio está tenso; pendiente del entorno, de su padre y de la persona de servicio que va y viene de la cocina. Pareciera un invitado más. R no quiere perder palabra de los diálogos, y mide mucho sus argumentos. Busca encajar en el grupo mientras su reojo no la pierde de vista; como quien previene el manotazo a su bolso en un andén de Retiro. La bikini que lleva Tina bajo su camisa no llega a ver, esa tarde espléndida, el sol que cuelga del cielo como un solitario reloj.
8. Calle Cuba, Núñez
La fiesta parece una producción de la Revista CARAS. Todo el mundo está muy arreglado y hay sirvientes por todos lados. El anfitrión –tío cuarentón de un amigo de R- los recibe en el jardín, y con practicada soltura dice –refiriéndose a ella– “hay, pero ¡qué cosa más linda!”. R hace un gesto complacido y por las dudas agarra a su novia del brazo, justo cuando el dueño de casa le da un sonoro un beso en la mejilla a una conocida actriz, retirándoles su atención como si nunca hubieran estado allí.
R lleva un traje gris oscuro y ella su vestido largo de terciopelo negro, con los brazos al fresco, que Manuel le elogió como pocas veces. Cualquier chica de Comodoro la envidiaría, en este palacete y rodeada de gente importante, pero a ella la aterra integrarse en las conversaciones. Desde el banco de jardín donde están sentados, se pregunta si alguna de las billeteras ‑dentro de esos trajes impecables- habrá engordado con el cierre de los pozos en el sur. Si la venta de otra empresa estatal le habrá dejado, a uno de esos estirados que toman champagne, inmerecidos dividendos. Tampoco su novio parece demasiado cómodo… ¿por qué se esfuerza tanto?
Una tipa más bien grande le dice a otra, con la papa en la boca, “qué horror lo del secuestro” –del hijo de un empresario de la “patria contratista”- y qué suerte que lo largaron –“¡La plata que les habrán pedido!” La otra ‑para empardarla- pasa un chisme sobre el hijo de una tercera que no asistió al convite: — “Le salió rarito, ¿viste?, ya no sabe qué hacer para disimularlo la pobre.” Mientras se alejan por más torta, Tina lee desaprobación y asco en los gestos de las copetudas.
9. Calle Viamonte / Balvanera
El departamento donde vive Tina es chico –nota inmediatamente R‑, y su dormitorio minúsculo. Una mitad del cuarto está ocupado por la cama y la otra por su tablero de dibujo, apretado contra la ventana. R cree que su novia lo ha invitado a subir para finalmente, en la localía, cederle su intimidad. Hace semanas que salen y las ganas del chico se hacen cada vez más firmes; cuando vuelve a su casa tras las salidas con Tina, R se asegura –por pudor familiar- de poner sus calzoncillos directamente en el lavarropas. Esa firmeza, que va anticipando yacer con su novia en la cama, no se relaja siquiera cuando la chica le dice que sus padres duermen al lado, y en cambio lo guía hacia la cocina, al otro lado del corredor. Se escuchan voces dentro…su esperanzada erección declina.
Tina se los presenta –“mi hermano, Manuel, y él es Fabián”. Lo saludan sin prestarle atención. Hablan de “Drácula”, la ópera en la que ambos trabajan y es sensación en el Luna Park; uno es bailarín, el otro director de coreografías. Manuel continúa su relato: “Escuchá Ti –por Tina-, cuando baja el telón, sale La Pepa triunfal, con los brazos así –gestualiza grandeza y los agita- y la quetedije ¡le da las tres docenas de rosas…!”- dice, cerrando la anécdota con admiración y algo de envidia. Tina se ríe; aprueba y disfruta el chisme. “¡¿El hermano es puto!?”, se pregunta R, acusando el shock, y asociando inmediatamente que el otro flaco es el novio. Todavia cree en sus chances de acostarse con Tina esa noche, por lo que evita reaccionar. “¿Tina me estaba mirando? ¿era una prueba esto?”. Cuando finalmente se quedan solos, Tina le dice -“Ya es tarde”. El lavarropas de su casa engullirá, también hoy, su carga en la trasnoche.
10. Av Las Heras al 4000, Botánico
Para Tina es claro que R no siente propia la mansión de San Isidro. Vive con su madre y hermana en este departamento frente al Botánico. Según le contó, su hermano mayor se ha mudado hace unos años, dejándole todo el cuarto a él. Una primera impresión le dice que el chico sigue siendo adolescente; no se ha molestado en descolgar los pósters – Indiana Jones, Bruce Lee, una mina en shortcitos de jean en primer plano trasero- que de seguro erigió en la secundaria. R pone música y baja el dimer de la luz.
A diferencia de sus ex R la trata bien, y esto le agrada y la pone incómoda en igual medida. Tina tiene resumido el espectro de tipos en tres: los inservibles (como los de la facultad), las mariquitas (como su hermano, y la mitad de Bellas Artes) y los machos (como Mel Gibson, que la vuelve loca): pocas palabras, siempre maltrato. Nunca tuvo opción; llegada la hora, la última categoría decantaba su elección. Hay algo en esa violencia que, aunque desprecia, se le hace familiar. Tina sabe, y se lo dice a R ‑mientras éste, en la cama, escala besos en caricias- que ella asocia sexo con violencia. Hace referencia a su vida en Comodoro Rivadavia y a su padre alcohólico; también a sus anteriores novios. R la escucha con curiosidad, sin comprenderla del todo ni cejar en sus intentos. Las manos le son desviadas del objetivo –las tetas- una y otra vez, pero no se desalientan. La chica quiere, la chica no quiere. Le gusta como la toca él, pero el sexo la asusta. Tina opta por negociar consigo misma y liberar la codiciada zona de placer que sujeta su corpiño. Entonces llega el enésimo intento, el afortunado. Una mano que, sin despegarse de la piel de su espalda, la asciende con cautela y decisión hasta el clip y lo desabrocha con destreza. Por fin las palmas de R se hunden en ese paisaje ansiado y maravilloso. Los pechos de la chica se deshacen a su paso como algodón de azúcar sobre la lengua de un chico, extasiado con las luces infinitas de una tarde en el Ital Park.
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Naturalmente, habiendo acariciado las puertas del Cielo, R quiere llegar al Paraíso. Sus manos bajan por la espalda con más afán que sutileza, hasta merodear con insistencia el elástico de seda. No hay caso. La chica quiere, la chica no quiere. Los dos ya están cansados, y aún así él insiste como si no hubiera un mañana. R prueba todos los truquitos pero es inútil; el único que funcionaría con ella –la fuerza- no figura en su inventario.
Algo del polvo se asienta y conversan. En un momento R le pregunta a Tina por su hermano y ella se ilusiona con la novedad: “¡este chico es diferente!” No la forzó como los otros, incluso saca el difícil tema de Manuel. Se siente, por un grato momento, aceptada.
-“Tu hemano tiene una enfermedad” ‑dice R sin demasiado convencimiento. Quiere aliviar su frustración; dejar claro que él es un hombre, y ver si en una de esas ‑repitiendo el mantra de los curas y profesores de su secundario- su novia baja la guardia. Tina siente el aguijón quemarle el corazón. Intenta desmentirlo, replicar, pero su cansancio, hastío y rabia le atragantan una defensa. Sus ojos se llenan de lágimas, que caen en la camisa que ya se abrocha. La pizarra queda sin cambios; no se ha agregado, esta noche, un nuevo tipo a la clasificación.
11. Calle Ayacucho, Barrio Norte
Tina lo hace esperar. Algo le dice que la chica está molesta; ¿será la boludez del otro día? R escucha el ascensor bajando y se aleja unos pasos del blindex de la entrada. Pero la bestia que sale del ascensor, con pasos firmes sobre tacos aguja -“¡Qué loba!”- no puede ser su novia. Tina es otra mujer. Las oscuras medias de nylon parecen tatuadas a un par de gambas soberbias, esbeltas, que serían infinitas si no las detuviera ese diminuto shortcito de terciopelo negro ceñido a sus caderas. Debajo de la campera rockera en cuerina negra con cierres y alguna tacha, lleva un corset de raso elastizado a punto de reventar. Ya no hay modestia en la sombra de sus ojos ni en el rojo de sus labios; tampoco en el gel que estira ese pelo azabache en una colita crepuscular. R desecha por completo la sonrisa que ha preparado para distender y la saluda con la voz entrecortada. Ella lo mira con expresión neutra virando a condescendiente, y le basta registrar esa cara estupefacta para alzar –dentro suyo- un puño de victoria: “-Esto recién empieza.”
La hora del sábado es muy demandada y no pasan taxis; hay más chances por la avenida. Mientras caminan las cuadras por Ayacucho ‑están oscuras y poco transitadas- R intenta recomponer el orgullo mellado. Sería idiota tocar de nuevo el tema; mejor ni preguntar qué le anda pasando. Aunque tampoco puede elogiarla; las novias no se visten, digamos, así. R arriesga entonces, para aligerar el silencio, una pregunta sobre la facultad. Si logra sostener unos metros más la iniciativa –se ilusiona- las cosas se acomodarán. Pero Santa Fe ya está brillando: uno tras otro los autos que pasan tocan bocina; aúllan los piropos con total alevosía. “¿No se dan cuenta estos desgraciados que la mina está con él?”. Ahí parados ‑en esa esquina, frente al cartel de El Silencio de los Inocentes y sin taxi a la vista- Tina, paladea su poder. ¿Debe reprenderla? ¿Agarrarla del brazo? Cada bocinazo tensa las fibras de su horror, esos “¡mamitaa!” deprimen su dignidad, y R comprende que el infierno se parece a esto. Le pregunta –“¿a dónde vamos?” cuando un taxi para enfrente y una pareja se baja delante del cine. El semáforo corta Santa Fe con un fogonazo rojo y Tina, confiada, empieza a caminar, convirtiendo la cebra en una pasarela incandescente. R, desesperado, apura el tranco para no perder el viaje ni la novia: -“Hipólito Yrigoyen y Tacuarí”- le escucha decir a Tina apenas él cierra la puerta y se percata que el taxista, con una mano aviesa, acomoda el retrovisor. El coche arranca, y el rosario que cuelga del espejo retrovisor se mece de un lado a otro.
12. Av Hipólito Yrigoyen, Montserrat
La fiesta se la pasó un compañero de Bellas Artes, y tal vez se da una vuelta Manuel. El dato ‑que Tina se digna a compartirle desde la esquina hasta la media cuadra del boliche- no lo tranquiliza, más bien lo aterra. Y el personaje parado en la puerta de El Dorado –¿está disfrazado?- lo espanta. La cola es lo suficientemente corta para notar que dos de cada tres que entran –hombres o mujeres- lo saludan con un pico en la boca. Misteriosamente Tina, cuando les toca el turno, le pasa a R un brazo por la cintura, usando un código que él no entiende pero que le agradece, ya que el personaje se abstiene de exigirles diezmo. El lobby es mínimo y oscuro. -“En cualquier momento aparecen revoloteando las polillas de Buffalo Bill” – piensa R, con el corazón acelerado. No se ve nada y sin embargo su novia -¿Tina o Clarice?- parece orientarse bien. R logra, de momento, reponerse del frío que le corre desde la nuca hasta los riñones. La chica abre y sostiene, para que pasen, un enorme paño de terciopelo. Suena Torch ‑de Soft Cell‑, dan unos pasos y la luz y el color del boliche explotan.
Los primeros en saludarla son los compañeros de Bellas Artes –“¡Tina! ¡Boluda qué mona estás!“-dice uno con los ojos más pintados que ella. R se siente un pez fuera del agua. Parece que acá vestirse normal lo vuelve a uno demasiado visible. El lugar es un gran reservado con sillones y mesas bajas, pero traen comida y tragos como en un restaurant. Todo es raro, teatral y decadente, como el barrio. Hay telas colgando del techo y las paredes, bañadas por luces rasantes en distintos colores. La brújula perdió el norte y gira en un sentido y otro. Dos flacos se agarran la mano y sin mediar palabra se estampan un beso contra la pared. De coté, junto al arco en un muro que R no piensa atravesar, se recuesta una estatua viviente. Es alto y desgarbado, y está semidesnudo, a excepción de una toga romana que le cuelga de un hombro y lo cubre hasta los pies descalzos. Sostiene lo que a R le parece una pecera de vidrio redonda, en cuya agua flotan unos pececitos oscuros e indistinguibles que el sujeto revuelve y revuelve con la mano libre. R baja la vista inmediatamente – lo último que necesita es un contacto visual que, desde el equívoco, amplíe la pesadilla.
-“Salen las Drag!”- se escucha y todos giran la cabeza hacia un pequeño escenario. R no tiene la más mínima idea de lo que hablan. Las luces se apagan y una vedette muy alta –la sigue un preciso reflector- con peluca rubia y brillos en la ropa y la cara, sale de atrás de un cortinado y empieza a cantar un bolero. Solo cuando sostiene una nota emotiva y –a contraluz- levanta la cara con el micrófono pegado a los labios, se llega a distinguir la prominencia de una nuez. Su reojo de ciervo paranoico le informa a R sospechosos movimientos en el umbral; el romano de la pecera se ha esfumado.
El show dura dos boleros y una cumbia, tras la que el DJ retoma la púa con un tema dance. A esta altura R solo quiere bailar con su novia y, de ser posible, en el taxi de vuelta. De a poco, con el baile, se relaja. Hasta que irrumpen Manuel con su troupe de teatro y la pequeña burbuja estalla. Tina vuelve a ser festejada y, con la marea recién llegada, se aleja varios pasos de R. El terror que lo acecha vuelve con fuerza. Algo le ha rozado la pierna y le hace bajar la vista. Lo que ve en el piso no tiene sentido; hay dos pimpollos de rosas rojas junto a sus zapatos. ¿De dónde salieron? Entonces le cae otro en el hombro. R levanta la vista y lo ve: el romano de la toga a unos cinco metros que, mirándolo fijamente, revuelve la pócima en el bowl de vidrio, y escoge con la mano su próxima munición de pétalos. R se queda inmóvil, presa del pánico, y pálido como la toga del pretendiente quien, sonriendo con malicia, le arroja una rosa más. El pimpollo describe un arco perfecto en el aire hasta que R –sigue sin reacción‑, lo atrapa por reflejo. Está fresco y mojado, pero a él le quema las manos como una brasa de carbón ardiente, y, volviendo en sí, lo deja caer a la pista: su humillación es total. Tina, a corta distancia, ha disfrutado la escena completa.
13. Calle Viamonte, Balvanera
Su corazón cruje a la vuelta, mucho antes que Tina abra la boca. Sabe perfectamente lo que está por pasar; necesita retenerla en el umbral antes que suba a su casa. R intenta hablarle, darle la razón, arrepentirse, pedirle perdón y, cuando todo esto falla, implorarle otra oportunidad. Tina ya no quiere lastimarlo: solo le queda desearle buena suerte.
14. Av Dr José María Ramos Mejía- Estación Retiro — Mitre.
La bóveda de hierros ennegrecidos se fuga hacia un arco de luz lejana. El andén es un Purgatorio de almas que van, vienen y –como R- esperan. En cualquier momento entrará a la estación La Estrella del Norte, el tren que lo llevará a Tucumán. Desde allí R continuará su viaje a Bolivia, Cuzco y Macchu Pichu. R siente miedo ‑mira a intervalos cortos a un lado y el otro, cuidando su mochila- aunque este es un miedo distinto. Lo desconocido por venir también lo inspira.
Tomó la decisión de ir tras la ruptura con Tina. Sus amigos irán en grupo a Brasil, y visto desde su círculo, el viaje de R es una completa locura: “¿Solo, a Perú?”. Las noticias en los diarios respaladan la inquietud; según dicen Perú es, hoy por hoy, de los lugares más peligrosos del planeta. Que el cólera, que Sendero Luminoso, en fin. Pero R sabe que si algún día quiere ser un hombre, tiene asumir el riesgo. Vencer su miedo, abrir la mente y los sentidos. A la vuelta, si todo sale bien, descolgará los pósters del cuarto y pondrá alguna foto de su autoría. Intuye que afuera, lejos de la manada, hay lugares memorables, otras vivencias, y gente distinta.
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Ranelagh Road, Dublin — Veinticinco años después
El referendum es hoy. Le ha tocado votar muy cerca de su casa, en la Multi-Denominational School; una escuela moderna diseñada en discretos cubitos de ladrillo que armonizan con el paisaje residencial del barrio. Aunque R vive desde hace muchos años en Dublín, la política irlandesa lo tiene sin cuidado. Sin embargo, se anotó en el registro electoral específicamente para esta ocasión. R siente orgullo que sus dos países –primero el de origen, Argentina, y ahora el adoptivo, Irlanda- estén tomando la iniciativa, en sus respectivas regiones, respecto a las minorías.
Como todo en esta ciudad-pueblo, la sala de votación es modesta. Sin listas con nombres enormes, ni sonrisas que se escapan de la boleta; una simple equis en un papelito, que una pelirroja le recibe, dobla y mete en una cajita de cartón.
R sale de la escuela contento. Cae una fina garúa y ‑como no es extraño aquí- se cuelan entre las nubes los rayos del sol, que pintan un hermoso arcoiris sobre Northbrook Road.
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