El número 8 de la casa geor­giana –en bronce, sobre la puer­ta de madera maciza pin­ta­da verde inglés- era ape­nas vis­i­ble des­de la vere­da. Se le planta­ban delante las hue­su­das ramas de un almen­dro, lejos aún de su blan­co esplen­dor pri­mav­er­al. Los niños, con los baldes reple­tos, habían cesa­do su angur­ri­en­to ras­tril­la­je ‑por esa calle posh- horas atrás. Una vez que los invi­ta­dos descifra­ban la numeración, se deshacían del abri­go, y apre­stando su botel­la gol­pea­ban a la puer­ta, con­fi­a­ban en sor­pren­der –con sus ropas y care­tas- al reser­va­do anfitrión. Pero esa noche hela­da, escalones de piedra arri­ba, reci­bieron  la bien­veni­da del mis­mísi­mo Diablo.

0. North­brook Road, Dublin 6

El número 8 de la casa geor­giana –en bronce, sobre la puer­ta de madera maciza pin­ta­da verde inglés- era ape­nas vis­i­ble des­de la vere­da. Se le planta­ban delante las hue­su­das ramas de un almen­dro, lejos aún de su blan­co esplen­dor pri­mav­er­al. Los niños, con los baldes reple­tos, habían cesa­do su angur­ri­en­to ras­tril­la­je ‑por esa calle posh- horas atrás. Una vez que los invi­ta­dos descifra­ban la numeración, se deshacían del abri­go, y apre­stando su botel­la gol­pea­ban a la puer­ta, con­fi­a­ban en sor­pren­der –con sus ropas y care­tas- al reser­va­do anfitrión. Pero esa noche hela­da, escalones de piedra arri­ba, reci­bieron  la bien­veni­da del mis­mísi­mo Diablo.

Su cumpleaños coin­cidía con Hal­loween y, des­de hacía años, con el otoño de Dublín. R había basa­do los detalles de su dis­fraz recor­dan­do un comen­tario de su ami­ga Sinéad: “Nada más sexy que un hom­bre het­ero ador­na­do como mujer”. Según ella ‑en una sociedad tan con­ser­vado­ra como la irlan­desa- la auda­cia era prue­ba de autén­ti­ca valía mas­culi­na. Entonces, a los ojos delin­ea­d­os, y a los cuer­ni­tos que asoma­ban entre su pelo negro teñi­do con un spray de tru­co, les había suma­do la pin­tu­ra de uñas en el mis­mo col­or. Su saco favorito (negro tam­bién), camisa blan­ca y un pañue­lo en trián­gu­lo aso­man­do del bol­sil­lo supe­ri­or. Ele­gante; tam­bién provo­cador. Y a juz­gar por los insis­tentes comen­tar­ios de un ami­go argenti­no invi­ta­do (var­ios años menor que R) el look tam­bién inti­m­i­da­ba: — “Mr B, jaja, ¿no te estará gus­tan­do la carne de chan­cho?” le dijo entre miradas ráp­i­das a otro ami­go –francés- demasi­a­do bor­ra­cho como para espe­jar una com­pli­ci­dad e inte­grar el súbito tri­bunal de hom­bría que le proponían.

R había ilu­mi­na­do tres sec­tores de la casa para la fies­ta. Con luz azul, rep­re­sen­tan­do El Cielo, el hall de acce­so; luz tenue para el estar devenido en Pur­ga­to­rio, y final­mente una inten­sa luz roja en la coci­na y come­dor…El Infier­no. En esta parte había dibu­ja­do, además, un enorme pen­ta­gra­ma en el piso de tablones para la pista de baile. Por la fies­ta deam­bu­laron las bru­jas, piratas, y zom­bies de rig­or. Una esmer­adísi­ma Raf­faela Car­rá deslum­bró con un con­vin­cente play­back; el Dia­blo bailó con Blan­canieves –sevil­lana y muy boni­ta– y sopló las velas incrus­tadas en un enorme globo ocu­lar de biz­cochue­lo ‑con detalles en fram­bue­sa sim­u­lan­do capi­lares-, cortesía de su mejor ami­ga. Más apa­ga­do que de cos­tum­bre, el ami­go incó­mo­do se lim­itó a mostrar­le viejos videos de Video­match al francés, en los que las invi­tadas eran emboscadas con cámaras ocul­tas y cues­tion­able impunidad.

A la mañana sigu­iente, mien­tras recogía copas y botel­las Blan­canieves dor­mía, dán­dole razón a Sinéad-, a R lo sor­prendieron sus uñas negras. Recordó al com­pa­tri­o­ta alter­ado con su estam­pa y pen­só ‑a la vez que le hacía un nudo a la bol­sa de basura- que el chico trata­ba de espan­tar con chis­tecitos aque­l­lo que se le hacía hor­ro­roso. Bajan­do con la enorme bol­sa negra por la ram­pa del esta­cionamien­to hacia los con­tene­dores, R se pre­gun­tó de dónde traería ese ter­ror. Unos pasos más allá abrió la tapa, bal­anceó la pesa­da bol­sa con ambas manos y, con aliv­io, la dejó caer al fon­do del contenedor.

1. Calle Inter­na, Ciu­dad Uni­ver­si­taria — Veinte años atrás.

Arma­do con un grue­so tubo plás­ti­co negro para lle­var hojas y planos enrol­la­dos, R sube los escalones del Pabel­lón 3, en Ciu­dad Uni­ver­si­taria. Sobre el podio de acce­so, jun­to a la entra­da, un vende­dor –tiene la voz cas­ca­da y la usa a tope- pro­mo­ciona sus famosos cuban­i­tos. Cuan­do le pasa delante una estu­di­ante agra­ci­a­da (como Tina), baja un poco el vol­u­men y mecha un piropo soez. Con el ante­bra­zo sostiene la ban­de­ja con su mer­cancía, y bajo ésta despun­tan unos dedos grue­sos y cur­tidos entre los que inter­cala –ple­ga­dos- bil­letes de dis­tin­ta denom­i­nación. Su otra mano agi­ta un raci­mo de cuban­i­tos –“¡A los cubanitoooh!”

La ruti­na uni­ver­si­taria ya le sien­ta mejor. Los primeros años han sido un desafío para R, habi­en­do cam­bi­a­do trece años en ese úni­co cole­gio pri­va­do de curas por la Uni­ver­si­dad de Buenos Aires.  Aulas masi­vas, anchos corre­dores y pare­des del hormigón más anón­i­mo, tapizadas con capas de lámi­nas sobre grafit­tis todavía más viejos. La diver­si­dad reinante aún lo ate­moriza. Gente de orí­genes, fisonomías y has­ta edades muy difer­entes, con vocación y entre­ga para pro­ducir inteligen­cia. Los ojos de R se delei­tan cada día con la difer­en­cia más rel­e­vante de esta casa de estu­dios: ¡hay mujeres!

En esta mate­ria hay que agru­parse de a dos. Por expe­ri­en­cias del secun­dario, R recela de las man­adas, aunque su com­pañero –el col­orado- ha naci­do para inte­grar­las. La opción nat­ur­al es la de los “chetos”; deben de estar con gente como ellos, pien­sa su com­pañero sin decir­lo.  Una mitad del selec­to grupo –en total son diez- es de zona norte (San Isidro, Vicente López) y la otra de los bar­rios bien de la Cap­i­tal. Inclu­so var­ios de ellos son “hijos de”. Sus padres arqui­tec­tos no son  famosos, pero han con­struí­do cien­tos de met­ros cuadra­dos al cobi­jo de las inten­den­cias mil­itares. El gru­pete se desplaza de clase en clase, de aula en aula, orbi­tan­do sobre su pro­pio eje. R tiene un pie aden­tro y otro afuera del grupo; ya no tiene ganas de las dinámi­cas que impli­can una mem­bresía per­ma­nente y la fac­ul­tad, en su masivi­dad, le ofrece incon­ta­bles opor­tu­nidades para la excusa.

Tina tam­bién es parte del cur­so. Las mujeres son minoría, y saben lo que rep­re­sen­tan: lo mis­mo que las minas que bail­a­ban anoche ‑en la tele- como telón de fon­do en Video­match. Como si la tem­per­atu­ra del set fuera dis­tin­ta para unas y otros, y un ver­a­no (arti­fi­cial) les tocara solo a ellas. Dicen que es por el rat­ing; se aca­ba de estre­nar La Con­vert­ibil­i­dad y aho­ra cada pun­to en la medición de audi­en­cia con­ju­ra, al final de la línea, al mila­groso dólar. Los cuer­pa­zos de esas bailar­i­nas venden, y el depar­ta­men­to de ves­tu­ario tiene orden de calzarles ‑noche a noche- dimin­u­tas mini­fal­das, tan­gas y shorci­tos. En con­traste, Tina es recata­da. Es flaqui­ta y morocha, tiene la piel clara y grandes ojos de un col­or verde oscuro, pro­fun­do. Usa los jeans al cuer­po y casi siem­pre una camisa de algo­dón blan­ca que abotona reli­giosa­mente has­ta el cuel­lo. La chi­ca tiene bue­nas razones para la reser­va, aparte de su condi­ción de pre­sa apeteci­ble. Si fuera solo eso has­ta podría aprovechar las aris­tas favor­ables, como hacen algu­nas otras para obten­er favores o bue­nas calificaciones.

R obser­va que la morocha tiene el hábito de cruzar los bra­zos sobre el pecho, sal­vo cuan­do sus pequeñas manos enseñan las lámi­nas o la maque­ta de su proyec­to. Entonces, de golpe, su ver­dadera geometría irrumpe, ten­sa esa camisa al máx­i­mo y delínea un par de tetas infer­nal. El detalle tam­bién ha sido cap­ta­do por el gru­pete-man­a­da. Cuan­do aparece Tina se escuchan risi­tas cóm­plices ‑como las del plantel de “pio­las” de Video­match- y alguno anun­cia fin­gien­do voz de locu­tor: “…entran a la can­cha Canig­gia y Batis­tu­ta…”, por la céle­bre delantera. Tam­bién la han reba­u­ti­za­do, y –entre ellos- la lla­man Tetina.

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2. Calle Via­monte / Balvanera

En Buenos Aires, Manuel ha encon­tra­do su lugar, su mun­do. Tina lo sigue bus­can­do. Cuan­do los pozos del sur dec­li­naron y las condi­ciones lab­o­rales del padre en Comodoro empe­o­raron, su madre insis­tió en volver a la Cap­i­tal. Aho­ra Tina muere por inde­pen­dizarse, pero ésto no es económi­ca­mente viable. Cada tan­to fan­tasean con Manuel, su her­mano, con alquilar un dep­to jun­tos y rajar de una bue­na vez. Pon­er un pun­to y aparte a esa atmós­fera vio­len­ta y tóx­i­ca en su casa que, con­forme van cre­cien­do, pueden iden­ti­ficar con may­or nitidez. Tal vez si pro­baran por Con­gre­so, donde los hay más baratos.  Inclu­so en San Tel­mo, aunque es más peli­groso. Tina sabe que el nego­cio sería mejor para Manuel que para ella. Él aho­ra está de novio, y sería arries­ga­do; si la cosa entre los chicos va en serio, ella sumará otra mudan­za. Además –se lamen­ta con pro­fun­da cul­pa- sería duro traer a casa gente de la fac­ul­tad para estu­di­ar, e incó­mo­do para hac­er las entre­gas de Dis­eño, que impli­can noches enteras dibu­jan­do. A Tina la cansa solo pen­sar en dar expli­ca­ciones, o peor, lidiar con las caras de los com­pañeros cuan­do no las pidan, sumen uno más uno, y des­cubran que Manuel es homosexual.

3. Calle Inter­na, Ciu­dad Universitaria 

Tina no tiene nada que perder; ningún chico en el cur­so se le ha acer­ca­do. Los chetos son los peo­res; miran mucho ‑algo sobradores- y alguno has­ta le son­ríe, pero su inutil­i­dad es pal­pa­ble. Les pre­ocu­pa demasi­a­do lo que piense el resto si el paso dado fal­la, e intuye que temen tam­bién –por idén­ti­cas razones- que el inten­to de en el blan­co. El chico del jopo a lo Elvis parece dis­tin­to. Habla bajo y, quizás por eso, dice menos bolude­ces. Además dibu­ja bien. Cuan­do le habló a ella, el Jueves pasa­do, se sin­tió atraí­da. Lás­ti­ma que su com­pañero, el col­orado, sea tan inso­portable. Cada vez que se ríe le dan arcadas; hoy mis­mo lo escuchó refir­ién­dose a uno de los pro­fe­sores como “el mariposón”.

4. Calle Via­monte, Balvanera

Es increíble pero –se sor­prende R- Tina vive enfrente de su cole­gio, el de toda la vida. Des­de que ter­minó el secun­dario él no pasa­ba por acá. R desconoce el desam­paro que arras­tra la chi­ca. La expli­cación a sus movimien­tos medi­dos, a sus pal­abras dichas como para aden­tro. A él le gus­ta lo que ve y tam­bién lo que ella, bajo la camisa, tra­ta de esconder.

5. Calle descono­ci­da /Comodoro Riva­daviaDoce años atrás

Tina y Manuel armaron la casita con una man­ta. Engan­charon una pun­ta a la puer­ta del plac­ard y la otra a la pata de la cama. Y en el medio, para lev­an­tar­la, pusieron un esco­bil­lón. Manuel tra­jo una lin­ter­na y Tina un paque­te de gal­leti­tas Manón. Aden­tro de la casita hace menos frío. Papá volvió bor­ra­cho otra vez. Seguro que estu­vo en el bar con los mucha­chos de la per­foración… le está gri­tan­do a mamá.

6. Av Las Heras al 1700, Recoleta

Al lle­gar a la cita con Tina R pien­sa lo increíble de haber pasa­do mil veces por este edi­fi­cio sin saber lo que había allí. R y Tina son novios hace poco, y quedaron que él pasaría a bus­car­la por su otra fac­ul­tad. En real­i­dad es la Escuela de Bel­las Artes Pridil­iano Pueyrredón, una casona de esti­lo neo­clási­co francés de prin­ci­p­ios de siglo. Cuan­do R traspone el inmen­so por­tal y sube los pel­daños de már­mol hacia el piano nobile, es inter­cep­ta­do por una con­tra­cor­ri­ente humana que parece salir del míti­co club Blitz –en Lon­dres-: chicos y chi­cas con ropas y peina­dos extraños, que sobre­ac­túan cada gesto.

Den­tro, el atrio lo desconcier­ta y con­funde. El aire está bom­bardea­do por esen­cia de trementi­na, óleo y aguar­rás. La mag­nif­i­cen­cia de la casa ‑cedi­da por una famil­ia bienu­da más de cin­cuen­ta años atrás- aparece solo de a cachi­tos. R ve carte­les que anun­cian horar­ios de clases pega­dos sobre altísi­mas pare­des con molduras, y elab­o­radas baran­das de hier­ro for­ja­do ocul­tas bajo ban­deras políti­cas que cuel­gan des­de el ócu­lo cen­tral, en el primer piso. Los fab­u­losos pisos están al bor­de de quedar intran­sita­bles por la acu­mu­lación de fig­uras en car­tapes­ta, moldes de yeso y arma­zones jun­to a las sober­bias escul­turas grecor­ro­manas de la casa. Tam­bién hay enormes basti­dores de madera ‑que esti­ran may­ores lien­zos- apoy­a­dos con­tra los muros, ango­stan­do los pasil­los que lle­van a las aulas. Entre múlti­ples capas de char­la y gri­tos con eco, R dis­tingue el repi­que­teo de la boli­ta den­tro de un aerosol…alguien está pin­tan­do el bus­to de un prócer en dora­do. En su cabeza se ponen en mar­cha viejos engranjes, y le dicen que este lugar es un antro; un nido de ratas. Qué caos que han hecho de esta casa. Y en eso la ve bajar a Tina por la glo­riosa escalera en traverti­no romano, rien­do y char­lan­do con sus com­pañeros con tal entu­si­as­mo y soltura que sus cimien­tos se sacu­d­en con amor.

7. Calle Uribu­ru / Beccar

El sol bril­la esta mañana; hace calor, y bajo la camisa Tina pre­vió una biki­ni. Nun­ca ha esta­do en un club náu­ti­co. La casa del padre de R la impre­siona: esti­ma que la super­fi­cie equiv­ale a cua­tro o cin­co depar­ta­men­tos como el de su famil­ia en la calle Via­monte, sin con­tar el enorme bar­co amar­ra­do en el canal, a con­tin­uación del jardín y la pile­ta. La mesa ha sido ten­di­da en una amplia galería en medi­alu­na para que el asa­do sea afuera, pero Tina se ha meti­do –una vez más- para aden­tro. Se suponía que vedrían otras novias que, por lo vis­to, tenían otros planes.

A uno y otro lado de la mesa, los ami­gos de R dis­cuten de futur­os lab­o­rales: ser “cola de león” en una gran empre­sa, o “cabeza de ratón”, es decir emprende­dores. A los ojos de Tina, no son dis­tin­tos que los chetos de la fac­ul­tad: muchas risas y gas­tadas, mucho medir quién mea más lejos…todos nenes de mamá. Inclu­so está el col­orado, patrul­lan­do qué dice tal o cuál para acusar­lo suce­si­va­mente de mara­ca, tra­gasable o balín: una joda que recuer­da que no hay peca­do peor, o pér­di­da de esta­tus más abrup­ta, que ale­jarse de la nor­ma. Lo difer­ente es una peste, y los apes­ta­dos son, como mín­i­mo sep­a­ra­dos. Un fla­co con anteo­jos de sol redon­dos cuen­ta cuan­do, volvien­do de una sal­i­da, paró el auto en medio de la nada e hizo bajar a la mina, porque ésta dijo algo que le molestó. “Las minas son como los cabal­los, hay que ten­er la rien­da cor­ta”, se escucha decir por lo bajo.

Hablan del recital de INXS – otro mila­gro del uno a uno- y qué diosa la rubia en top­less que le tra­jo la tor­ta al can­tante. Sale el tema de la selec­ción, la Copa Améri­ca, y qué gar­rón se está comien­do el Diego en cana. Hablan de la Fer­rari del Pres­i­dente y cuán­to tardó en lle­gar a Pina­mar; si lo acom­paña­ba Yuy­i­to González o algu­na mod­e­lo top. Y todos le diri­gen miradas ráp­i­das a Tina, intimán­dola a que se saque la camisa. Tina tam­poco se fía del padre. Aparenta ama­bil­i­dad cuan­do trae nuevos cortes des­de la par­ril­la, pero el filo incans­able de esa son­risa con aro­ma a vino tin­to la pone inmedi­ata­mente en guardia. Su novio está ten­so; pen­di­ente del entorno, de su padre y de la per­sona de ser­vi­cio que va y viene de la coci­na. Pareciera un invi­ta­do más. R no quiere perder pal­abra de los diál­o­gos, y mide mucho sus argu­men­tos. Bus­ca enca­jar en el grupo mien­tras su reo­jo no la pierde de vista; como quien pre­viene el man­o­ta­zo a su bol­so en un andén de Retiro. La biki­ni que lle­va Tina bajo su camisa no lle­ga a ver, esa tarde esplén­di­da, el sol que cuel­ga del cielo como un soli­tario reloj.

8. Calle Cuba, Núñez

La fies­ta parece una pro­duc­ción de la Revista CARAS. Todo el mun­do está muy arreglado y hay sirvientes por todos lados. El anfitrión –tío cuar­en­tón de un ami­go de R- los recibe en el jardín, y con prac­ti­ca­da soltura dice –refir­ién­dose a ella“hay, pero ¡qué cosa más lin­da!”. R hace un gesto com­placido y por las dudas agar­ra a su novia del bra­zo, jus­to cuan­do el dueño de casa le da un sonoro un beso en la mejil­la a una cono­ci­da actriz, retirán­doles su aten­ción como si nun­ca hubier­an esta­do allí.

R lle­va un tra­je gris oscuro y ella su vesti­do largo de ter­ciope­lo negro, con los bra­zos al fres­co, que Manuel le elogió como pocas veces. Cualquier chi­ca de Comodoro la envidiaría, en este palacete y rodea­da de gente impor­tante, pero a ella la ater­ra inte­grarse en las con­ver­sa­ciones. Des­de el ban­co de jardín donde están sen­ta­dos, se pre­gun­ta si algu­na de las bil­leteras ‑den­tro de esos tra­jes impeca­bles-  habrá engor­da­do con el cierre de los pozos en el sur. Si la ven­ta de otra empre­sa estatal le habrá deja­do, a uno de esos esti­ra­dos que toman cham­pagne, inmere­ci­dos div­i­den­dos. Tam­poco su novio parece demasi­a­do cómo­do… ¿por qué se esfuerza tanto?

Una tipa más bien grande le dice a otra, con la papa en la boca, “qué hor­ror lo del secue­stro” –del hijo de un empre­sario de la “patria con­tratista”- y qué suerte que lo largaron –“¡La pla­ta que les habrán pedi­do!” La otra ‑para empar­dar­la- pasa un chisme sobre el hijo de una ter­cera que no asis­tió al con­vite: — “Le sal­ió rar­i­to, ¿viste?, ya no sabe qué hac­er para dis­im­u­la­rlo la pobre.” Mien­tras se ale­jan por más tor­ta, Tina lee desaprobación y asco en los gestos de las copetudas.

9. Calle Via­monte / Balvanera

El depar­ta­men­to donde vive Tina es chico –nota inmedi­ata­mente R‑, y su dor­mi­to­rio minús­cu­lo. Una mitad del cuar­to está ocu­pa­do por la cama y la otra por su tablero de dibu­jo, apre­ta­do con­tra la ven­tana. R cree que su novia lo ha invi­ta­do a subir para final­mente, en la localía, ced­er­le su intim­i­dad. Hace sem­anas que salen y las ganas del chico se hacen cada vez más firmes; cuan­do vuelve a su casa tras las sal­i­das con Tina, R se ase­gu­ra –por pudor famil­iar- de pon­er sus cal­z­on­cil­los direc­ta­mente en el lavar­ropas. Esa firmeza, que va antic­i­pan­do yac­er con su novia en la cama, no se rela­ja siquiera cuan­do la chi­ca le dice que sus padres duer­men al lado, y en cam­bio lo guía hacia la coci­na, al otro lado del corre­dor. Se escuchan voces dentro…su esper­an­za­da erec­ción declina.

Tina se los pre­sen­ta –“mi her­mano, Manuel, y él es Fabián”. Lo salu­dan sin prestar­le aten­ción. Hablan de “Drácu­la”, la ópera en la que ambos tra­ba­jan y es sen­sación en el Luna Park; uno es bailarín, el otro direc­tor de core­ografías. Manuel con­tinúa su rela­to: “Escuchá Ti –por Tina-, cuan­do baja el telón, sale La Pepa tri­un­fal, con los bra­zos así –ges­tu­al­iza grandeza y los agi­ta- y la quete­di­je ¡le da las tres doce­nas de rosas…!”- dice, cer­ran­do la anéc­do­ta con admiración y algo de envidia. Tina se ríe; aprue­ba y dis­fru­ta el chisme. “¡¿El her­mano es puto!?, se pre­gun­ta R, acu­san­do el shock, y aso­cian­do inmedi­ata­mente que el otro fla­co es el novio. Todavia cree en sus chances de acostarse con Tina esa noche, por lo que evi­ta reac­cionar. “¿Tina me esta­ba miran­do? ¿era una prue­ba esto?”. Cuan­do final­mente se quedan solos, Tina le dice -“Ya es tarde”. El lavar­ropas de su casa engul­lirá, tam­bién hoy, su car­ga en la trasnoche.

10. Av Las Heras al 4000, Botánico 

Para Tina es claro que R no siente propia la man­sión de San Isidro. Vive con su madre y her­mana en este depar­ta­men­to frente al Botáni­co. Según le con­tó, su her­mano may­or se ha muda­do hace unos años, deján­dole todo el cuar­to a él. Una primera impre­sión le dice que el chico sigue sien­do ado­les­cente; no se ha molesta­do en descol­gar los pósters – Indi­ana Jones, Bruce Lee, una mina en short­c­i­tos de jean en primer plano trasero- que de seguro erigió en la secun­daria. R pone músi­ca y baja el dimer de la luz.

A difer­en­cia de sus ex R la tra­ta bien, y esto le agra­da y la pone incó­mo­da en igual medi­da. Tina tiene resum­i­do el espec­tro de tipos en tres: los inservi­bles (como los de la fac­ul­tad), las mariq­ui­tas (como su her­mano, y la mitad de Bel­las Artes) y los machos (como Mel Gib­son, que la vuelve loca): pocas pal­abras, siem­pre mal­tra­to. Nun­ca tuvo opción; lle­ga­da la hora, la últi­ma cat­e­goría decanta­ba su elec­ción. Hay algo en esa vio­len­cia que, aunque des­pre­cia, se le hace famil­iar. Tina sabe, y se lo dice a R ‑mien­tras éste, en la cama, escala besos en cari­cias- que ella aso­cia sexo con vio­len­cia. Hace ref­er­en­cia a su vida en Comodoro Riva­davia y a su padre alco­hóli­co; tam­bién a sus ante­ri­ores novios. R la escucha con curiosi­dad, sin com­pren­der­la del todo ni cejar en sus inten­tos. Las manos le son desvi­adas del obje­ti­vo –las tetas- una y otra vez, pero no se desalien­tan. La chi­ca quiere, la chi­ca no quiere. Le gus­ta como la toca él, pero el sexo la asus­ta. Tina opta por nego­ciar con­si­go mis­ma y lib­er­ar la cod­i­ci­a­da zona de plac­er que suje­ta su cor­piño. Entonces lle­ga el enési­mo inten­to, el afor­tu­na­do. Una mano que, sin despe­garse de la piel de su espal­da, la asciende con cautela y decisión has­ta el clip y lo desabrocha con destreza. Por fin las pal­mas de R se hun­den en ese paisaje ansi­a­do y mar­avil­loso. Los pechos de la chi­ca se desha­cen a su paso como algo­dón de azú­car sobre la lengua de un chico, extasi­a­do con las luces infini­tas de una tarde en el Ital Park.

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Nat­u­ral­mente, habi­en­do acari­ci­a­do las puer­tas del Cielo, R quiere lle­gar al Paraí­so. Sus manos bajan por la espal­da con más afán que sutileza, has­ta merodear con insis­ten­cia el elás­ti­co de seda. No hay caso. La chi­ca quiere, la chi­ca no quiere. Los dos ya están cansa­dos, y aún así él insiste como si no hubiera un mañana. R prue­ba todos los truquitos pero es inútil; el úni­co que fun­cionaría con ella –la fuerza- no figu­ra en su inventario.

Algo del pol­vo se asien­ta y con­ver­san. En un momen­to R le pre­gun­ta a Tina por su her­mano y ella se ilu­siona con la novedad: “¡este chico es difer­ente!” No la forzó como los otros, inclu­so saca el difí­cil tema de Manuel. Se siente, por un gra­to momen­to, aceptada.

-“Tu hemano tiene una enfer­medad” ‑dice R sin demasi­a­do con­vencimien­to. Quiere aliviar su frus­tración; dejar claro que él es un hom­bre, y ver si en una de esas ‑repi­tien­do el mantra de los curas y pro­fe­sores de su secun­dario- su novia baja la guardia. Tina siente el agui­jón que­mar­le el corazón. Inten­ta des­men­tir­lo, replicar, pero su can­san­cio, hastío y rabia le atra­gan­tan una defen­sa. Sus ojos se llenan de lági­mas, que caen en la camisa que ya se abrocha. La pizarra que­da sin cam­bios; no se ha agre­ga­do, esta noche, un nue­vo tipo a la clasificación.

11. Calle Ayacu­cho, Bar­rio Norte

Tina lo hace esper­ar. Algo le dice que la chi­ca está moles­ta; ¿será la boludez del otro día? R escucha el ascen­sor bajan­do y se ale­ja unos pasos del blind­ex de la entra­da. Pero la bes­tia que sale del ascen­sor, con pasos firmes sobre tacos agu­ja -“¡Qué loba!”- no puede ser su novia. Tina es otra mujer. Las oscuras medias de nylon pare­cen tat­u­adas a un par de gam­bas sober­bias, esbeltas, que serían infini­tas si no las detu­viera ese dimin­u­to short­c­i­to de ter­ciope­lo negro ceñi­do a sus caderas. Deba­jo de la campera rock­era en cue­ri­na negra con cier­res y algu­na tacha, lle­va un corset de raso elas­ti­za­do a pun­to de reven­tar. Ya no hay mod­es­tia en la som­bra de sus ojos ni en el rojo de sus labios; tam­poco en el gel que esti­ra ese pelo azabache en una col­i­ta cre­pus­cu­lar. R desecha por com­ple­to la son­risa que ha prepara­do para dis­ten­der y la salu­da con la voz entrecor­ta­da. Ella lo mira con expre­sión neu­tra viran­do a con­de­scen­di­ente, y le bas­ta reg­is­trar esa cara estu­pe­fac­ta para alzar –den­tro suyo- un puño de vic­to­ria: “-Esto recién empieza.”

La hora del sába­do es muy deman­da­da y no pasan taxis; hay más chances por la aveni­da. Mien­tras cam­i­nan las cuadras por Ayacu­cho ‑están oscuras y poco tran­si­tadas-  R inten­ta recom­pon­er el orgul­lo mel­la­do. Sería idio­ta tocar de nue­vo el tema; mejor ni pre­gun­tar qué le anda pasan­do. Aunque tam­poco puede elo­gia­r­la; las novias no se vis­ten, dig­amos, así. R arries­ga entonces, para alig­er­ar el silen­cio, una pre­gun­ta sobre la fac­ul­tad. Si logra sosten­er unos met­ros más la ini­cia­ti­va –se ilu­siona- las cosas se aco­modarán. Pero San­ta Fe ya está bril­lan­do: uno tras otro los autos que pasan tocan boci­na; aúl­lan los piro­pos con total alevosía.  “¿No se dan cuen­ta estos des­gra­ci­a­dos que la mina está con él?”. Ahí para­dos ‑en esa esquina, frente al car­tel de El Silen­cio de los Inocentes y sin taxi a la vista- Tina, paladea su poder. ¿Debe repren­der­la? ¿Agar­rar­la del bra­zo? Cada boci­na­zo ten­sa las fibras de su hor­ror, esos “¡mami­taa!” depri­men su dig­nidad, y R com­prende que el infier­no se parece a esto. Le pre­gun­ta –“¿a dónde vamos?” cuan­do un taxi para enfrente y una pare­ja se baja delante del cine. El semá­foro cor­ta San­ta Fe con un fog­o­na­zo  rojo y Tina, con­fi­a­da, empieza a cam­i­nar, con­vir­tien­do la cebra en una pasarela incan­des­cente. R, deses­per­a­do, apu­ra el tran­co para no perder el via­je ni la novia: -“Hipól­i­to Yrigoyen y Tacuarí”- le escucha decir a Tina ape­nas él cier­ra la puer­ta y se per­ca­ta que el taxista, con una mano aviesa, aco­mo­da el retro­vi­sor. El coche arran­ca, y el rosario que cuel­ga del espe­jo retro­vi­sor se mece de un lado a otro.

12. Av Hipól­i­to Yrigoyen,  Montserrat 

La fies­ta se la pasó un com­pañero de Bel­las Artes, y tal vez se da una vuelta Manuel. El dato ‑que Tina se digna a com­par­tir­le des­de la esquina has­ta la media cuadra del boliche- no lo tran­quil­iza, más bien lo ater­ra. Y el per­son­aje para­do en la puer­ta de El Dora­do –¿está dis­fraza­do?- lo espan­ta. La cola es lo sufi­cien­te­mente cor­ta para notar que dos de cada tres que entran –hom­bres o mujeres- lo salu­dan con un pico en la boca. Mis­te­riosa­mente Tina, cuan­do les toca el turno, le pasa a R un bra­zo por la cin­tu­ra, usan­do un códi­go que él no entiende pero que le agradece, ya que el per­son­aje se abstiene de exi­girles diez­mo. El lob­by es mín­i­mo y oscuro. -“En cualquier momen­to apare­cen revolote­an­do las polil­las de Buf­fa­lo Bill” – pien­sa R, con el corazón acel­er­a­do. No se ve nada y sin embar­go su novia -¿Tina o Clarice?- parece ori­en­tarse bien. R logra, de momen­to, repon­erse del frío que le corre des­de la nuca has­ta los riñones. La chi­ca abre y sostiene, para que pasen, un enorme paño de ter­ciope­lo. Sue­na Torch ‑de Soft Cell‑, dan unos pasos y la luz y el col­or del boliche explotan.

Los primeros en salu­dar­la son los com­pañeros de Bel­las Artes –“¡Tina! ¡Bolu­da qué mona estás!“-dice uno con los ojos más pin­ta­dos que ella. R se siente un pez fuera del agua. Parece que acá vestirse nor­mal lo vuelve a uno demasi­a­do vis­i­ble. El lugar es un gran reser­va­do con sil­lones y mesas bajas, pero traen comi­da y tra­gos como en un restau­rant. Todo es raro, teatral y deca­dente, como el bar­rio. Hay telas col­gan­do del techo y las pare­des, bañadas por luces ras­antes en dis­tin­tos col­ores. La brúju­la perdió el norte y gira en un sen­ti­do y otro. Dos fla­cos se agar­ran la mano y sin medi­ar pal­abra se estam­pan un beso con­tra la pared. De coté, jun­to al arco en un muro que R no pien­sa atrav­es­ar, se recues­ta una estat­ua viviente. Es alto y des­gar­ba­do, y está semi­desnudo, a excep­ción de una toga romana que le cuel­ga de un hom­bro y lo cubre has­ta los pies descal­zos. Sostiene lo que a R le parece una pecera de vidrio redon­da, en cuya agua flotan unos pececitos oscuros e indis­tin­guibles que el suje­to revuelve y revuelve con la mano libre. R baja la vista inmedi­ata­mente – lo últi­mo que nece­si­ta es un con­tac­to visu­al que, des­de el equívo­co, amplíe la pesadilla.

 -“Salen las Drag!”- se escucha y todos giran la cabeza hacia un pequeño esce­nario. R no tiene la más mín­i­ma idea de lo que hablan. Las luces se apa­gan y una vedette muy alta –la sigue un pre­ciso reflec­tor- con pelu­ca rubia y bril­los en la ropa y la cara, sale de atrás de un corti­na­do y empieza a can­tar un bolero. Solo cuan­do sostiene una nota emo­ti­va  y –a con­traluz- lev­an­ta la cara con el micró­fono pega­do a los labios, se lle­ga a dis­tin­guir la promi­nen­cia de una nuez. Su reo­jo de cier­vo para­noico le infor­ma a R sospe­chosos movimien­tos en el umbral; el romano de la pecera se ha esfumado.

El show dura dos boleros y una cumbia, tras la que el DJ retoma la púa con un tema dance.  A esta altura R solo quiere bailar con su novia y, de ser posi­ble, en el taxi de vuelta. De a poco, con el baile, se rela­ja. Has­ta que irrumpen Manuel con su troupe de teatro y la pequeña bur­bu­ja estal­la. Tina  vuelve a ser fes­te­ja­da y, con la marea recién lle­ga­da, se ale­ja var­ios pasos de R. El ter­ror que lo acecha vuelve con fuerza. Algo le ha roza­do la pier­na y le hace bajar la vista. Lo que ve en el piso no tiene sen­ti­do; hay dos pim­pol­los de rosas rojas jun­to a sus zap­atos. ¿De dónde salieron? Entonces le cae otro en el hom­bro. R lev­an­ta la vista y lo ve: el romano de la toga a unos cin­co met­ros que, mirán­do­lo fija­mente, revuelve la póci­ma en el bowl de vidrio, y escoge con la mano su próx­i­ma muni­ción de péta­los. R se que­da inmóvil, pre­sa del páni­co, y páli­do como la toga del pre­ten­di­ente quien, son­rien­do con mali­cia, le arro­ja una rosa más. El pim­pol­lo describe un arco per­fec­to en el aire has­ta que R –sigue sin reacción‑, lo atra­pa por refle­jo. Está fres­co y moja­do, pero a él le que­ma las manos como una brasa de car­bón ardi­ente, y, volvien­do en sí, lo deja caer a la pista: su humil­lación es total. Tina, a cor­ta dis­tan­cia, ha dis­fru­ta­do la esce­na completa.

13. Calle Via­monte, Balvanera

Su corazón cru­je a la vuelta, mucho antes que Tina abra la boca. Sabe per­fec­ta­mente lo que está por pasar; nece­si­ta reten­er­la en el umbral antes que suba a su casa. R inten­ta hablar­le, dar­le la razón, arrepen­tirse, pedirle perdón y, cuan­do todo esto fal­la, implo­rar­le otra opor­tu­nidad. Tina ya no quiere las­ti­mar­lo: solo le que­da desear­le bue­na suerte.

14. Av Dr José María Ramos Mejía- Estación Retiro — Mitre.

La bóve­da de hier­ros ennegre­ci­dos se fuga hacia un arco de luz lejana. El andén es un Pur­ga­to­rio de almas que van, vienen y –como R- esper­an. En cualquier momen­to entrará a la estación La Estrel­la del Norte, el tren que lo lle­vará a Tucumán. Des­de allí R con­tin­uará su via­je a Bolivia, Cuz­co y Mac­chu Pichu. R siente miedo ‑mira a inter­va­l­os cor­tos a un lado y el otro, cuidan­do su mochi­la- aunque este es un miedo dis­tin­to. Lo descono­ci­do por venir tam­bién lo inspira.

Tomó la decisión de ir tras la rup­tura con Tina. Sus ami­gos irán en grupo a Brasil, y vis­to des­de su cír­cu­lo, el via­je de R es una com­ple­ta locu­ra: “¿Solo, a Perú?”. Las noti­cias en los diar­ios respal­adan la inqui­etud; según dicen Perú es, hoy por hoy, de los lugares más peli­grosos del plan­e­ta. Que el cólera, que Sendero Lumi­noso, en fin. Pero R sabe que si algún día quiere ser un hom­bre, tiene asumir el ries­go. Vencer su miedo, abrir la mente y los sen­ti­dos. A la vuelta, si todo sale bien, descol­gará los pósters del cuar­to y pon­drá algu­na foto de su autoría. Intuye que afuera, lejos de la man­a­da, hay lugares mem­o­rables, otras viven­cias, y gente distinta.

 —

Ranelagh Road, Dublin — Vein­ticin­co años después

El ref­er­en­dum es hoy. Le ha toca­do votar muy cer­ca de su casa, en la Mul­ti-Denom­i­na­tion­al School; una escuela mod­er­na dis­eña­da en dis­cre­tos cubitos de ladrillo que armo­nizan con el paisaje res­i­den­cial del bar­rio. Aunque R vive des­de hace muchos años en Dublín, la políti­ca irlan­desa lo tiene sin cuida­do. Sin embar­go, se anotó en el reg­istro elec­toral especí­fi­ca­mente para esta ocasión. R siente orgul­lo que sus dos país­es –primero el de ori­gen, Argenti­na, y aho­ra el adop­ti­vo, Irlan­da- estén toman­do la ini­cia­ti­va, en sus respec­ti­vas regiones, respec­to a las minorías.

Como todo en esta ciu­dad-pueblo, la sala de votación es mod­es­ta. Sin lis­tas con nom­bres enormes, ni son­risas que se escapan de la bole­ta; una sim­ple equis en un papeli­to, que una pelir­ro­ja le recibe, dobla y mete en una caji­ta de cartón.

R sale de la escuela con­tento. Cae una fina garúa y ‑como no es extraño aquí- se cue­lan entre las nubes los rayos del sol, que pin­tan un her­moso arcoiris sobre North­brook Road.

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