BZZZZZ BZZZZZ. El whatsapp otra vez – Es Charlie mandando fotos viejas, algunas geológicas. A ésta R la recuerda perfectamente. Él también tiene su copia; la pregunta es qué hace en poder de Charlie, que no está en esa foto grupal. Tal vez se ocupó de sacarla. Por aquella época ya era conocido por su presencia fantasmagórica; aparecía de la nada y se esfumaba con igual sigilo. Estaba y no estaba, como en la foto.
0. BZZZZZ BZZZZZ. El whatsapp otra vez – Es Charlie mandando fotos viejas, algunas geológicas. A ésta R la recuerda perfectamente. Él también tiene su copia; la pregunta es qué hace en poder de Charlie, que no está en esa foto grupal. Tal vez se ocupó de sacarla. Por aquella época ya era conocido por su presencia fantasmagórica; aparecía de la nada y se esfumaba con igual sigilo. Estaba y no estaba, como en la foto.
Es un atardecer. Probablemente en Solanas, quizás Las Grutas. R se reconoce inmediatamente: lleva una camisa kaki abierta hasta el ombligo y sombrero a la Indiana Jones, bermudas de jean deshilachados y, al igual que el resto, el pelo largo y su mejor sonrisa para impostar en fotos. A su derecha está Zam – remera blanca y anteojos redondos tipo Lennon, pero negros. En su caso (no es el único) los jeans llegan hasta la arena. Le siguen Ax y Nacho, en traje de baño floreado – como recién salidos del mar. Del otro lado se ubica Iky – chomba negra de marca, y Julián (una versión desalineada de R, aunque sin sombrero) en pose desafiante. También un bronceadísimo Bali, por lejos el más lookeado: torso trabajado obsesivamente en el gimnasio ‑para enfrentar su complexión compacta con tendencia a lo “relleno”-, zapatillas NB, bombachas de campo color arena ceñidas con cinturón de cuero, y pañuelo que le cubre la cabeza como a un pirata carilindo. Al final –algo anónimos, casi colados en la foto‑, están Merwin (hermano mayor de Ax) y su amigo Iñigo Fort. Charlie, piensa R, no es el único fantasma. ¿Dónde está Luis?
Enero, 1991.
1. La modestia del edificio es evidente. Solo dos pisos sobre una planta baja, en cubitos de cemento formando una “L” entre la 24 y Las Gaviotas. Sobre la pared de la esquina –alguna vez blanca- R lee “Edificio San Félix”, aunque la confirmación es innecesaria: el auto de Zam está estacionado ahí, detrás de una cupé japonesa. El fulgor de “El Lingote” lo ha guiado desde la esquina de Las Gaviotas con Gorlero; debe ser el único Fiat 128 dorado en todo Punta del Este. Menos mal que el edificio queda a pocas cuadras de la terminal ya que el bolso al hombro pesa dos toneladas. Un recordatorio más –por contraste – de su holgura en los años previos, cuando llegaba a la torre en la 19 de La Mansa en la poderosa F‑100, ambas propiedad de su padre y recientemente vendidas.
Se había dicho que lo importante era volver a estar. Como fuera. Para ello R sumará una parte de sus pocos dólares a los de Zam y Bali, amigos suyos, y a los de Luis y Pól, amigos de Iky que R no conoce, para el alquiler de este depto en planta baja. Que es peor de lo esperado: chiquito, oscuro, algo húmedo, y que ya huele –en el día uno- a zoquete de vestuario.
En una esquina del living-dormitorio, con la espalda apoyada a la pared y las piernas estiradas sobre un colchón, hay un grandote con mandíbula cuadrada, nariz de Barbie y mirada de pocas luces. Hojea una revista y masca chicles Wrigley´s con un sonoro ñack-ñack. Pól lo saluda apenas con la mano y vuelve la vista a la rubia de la revista. Es misionera y tiene un difícil apellido alemán, dos metros piernas bronceadísimas, y sus quince años se ven –maquillados- como veinticinco. Zam –hoy está mas parecido a Fido Dido que nunca– revuelve un Nesquik en la cocina con su característico mal pulso. Lo mira con ojos verdosos y lo saluda con indiferencia; sus dientes finitos dejan escapar un: -“qué hacés ‑ahora pasa el dueño-dale la guita a Luis”. El misterioso Luis sale del baño justo con la palabra “guita” y dice -“Hola”, mostrando una sonrisa pilla ‑la esquina de un diente saltada- y “dame tu parte”. Lleva puesta una musculosa y zapatillas Converse muy gastadas; sin ser alto, es bastante fornido. Debe ser dos años mayor que ellos. También tiene pelo largo pero, a diferencia de Bali ‑orgulloso de su castaño lacio y brillante- de un rubio sucio con flequillo reo, más metalero, incluso grasa. Se parece a Bruce Dickinson, piensa R mientras deja su bolso en el piso y le da los dólares al tipo. Algo en esa sonrisa dice que no conviene hacerlo esperar.
El aire del San Félix está cargado con una corriente eléctrica de voltaje incremental. R encuentra un hueco entre los demás bolsos y colchones y se dispone a armar su fuerte.
-“¿Dónde dejaste el cassette de Patti Smith?”- le pregunta Zam a Bali, desde la cocina.
-“Boludo te lo dí ayer en Colonia”- contesta Bali. R sabe lo que seguirá; otra discusión entre Bali y Zam, que será eterna hasta que a) aparezca el cassette o, b) salga algún tema sobre minas o música que los distraiga, dando inicio a otro round. El agresivo contrapunto de sus amigos logra, curiosamente, que el terreno nuevo se haga familiar. También cubre los gritos que llegan de la calle. R puede ver a Luis afuera ‑de espaldas, como una roca- con las manos en los bolsillos de sus bermudas, mientras su interlocutor agita los brazos con exasperación. Las únicas palabras que pesca R son “gurí abombao” y “mirá que llamo a los botones”. A los dos minutos entra Luis, precedido por una risita que disfruta sin disimulo: -“¡Casi se los come el yorugua!, jeje”- le dice a Pól. Lo que acaba de pasar es tan inimaginable que a R se le escapan las posibles consecuencias: la mitad de billetes que intentó darle Luis al dueño eran falsos. Más que suficientes para sus treinta días de alquiler y gastos, usando los –genuinos- dólares del resto. O “para meterlos A TODOS en flor de quilombo”, remarca Bali cuando Luis y Pól desaparecen detrás de los vidrios polarizados de la cupé Mazda, y ellos tres se suben al Lingote. La Madza sale de un tirón, mientras Zam saca de abajo del asiento un bodoque negro tan cuadrado como su auto y lo encaja en el hueco del estéreo. Acto seguido, metódicamente, remueve y pliega el cartón del parabrisas, se calza los anteojitos de sol redondos, limpia el volante de vaquelita negra con una remera de Kiss usada –“arrancá de una vez Zaaam!” — y por fin gira la llave. Raam, raaaaaaaam! , escupe el Lingote, y de la nada, olvidada dentro del estéreo y al palo, chilla la voz de Patti Smith.
2. Los primeros días de Enero son de ajuste y encuentros. Ferrys y aliscafos cruzan la tropa porteña para la puntual invasión al Paisito, aunque este año es realmente imponente. Oleada tras oleada la cabeza de playa inicial se consolida, al igual que los distintos grupos de amigos. Ayer llegó Iky –lo encontraron en el parking de Solanas con su Fiat Spazio- y en unos días Julián, que parará primero en lo de Ax y Merwin en La Barra, y luego recalará en el San Félix. Charlie debe estar en el Apartur de Rincón del Indio y aparecerá, como es su estilo, de un momento a otro. La convivencia en el San Félix va razonablemente bien; era de esperar que Bali demorara para largar el baño antes de salir y que Zam torciera a su favor –es decir sus gustos- la compra en el supermercado. Luis tiene su propio grupito y, para alivio de Bali, se le ve poco el pelo. Es bastante obvio que se incomodan; aunque el motivo no sea aparente. Todavía.
3. El sol se ahoga en el mar con un resplandor rosado y Solanas aplaude de pie. Decenas de minitas sacuden la arena de sus pareos, contando llamar la atención de los flacos que se esfuerzan en la última bola de su pelotapaleta.
Charlie, negro por el sol, es de los últimos en levantarse. Hoy dejó la tabla y su Ford Orion para leer Asimov, escuchar Marillion en su walkman y hojear el Manual de Supervivencia, intercalando dos frankfurters y un choclo. Su problema es volver: este mediodía lo arrimaron sus viejos. Ni rastros del Lingote u otro auto amigo en el parking; seguro se fueron antes para evitar la mortal cola de vuelta. Charlie camina un poco, calcula sus opciones y se da cuenta que está jodido. Él no es de hacer dedo, y para esperar un Onda hay que llegar a la ruta. En ese camino de tierra cada vez hay menos luz; siente más pánico con cada minuto.
-“Qué hacés boludo, te llevo” –dice media cabeza asomando desde una cupé de juguete. Charlie siente que le vuelve el alma al cuerpo. Casi no se conocen con Luis ‑Se parece a Bruce Dickinson, piensa Charlie- pero agarra viaje enseguida. -“Bajáte” le ordena Luis a Pól para permitirle el paso al náufrago. Charlie se hunde en el asiento de atrás, como si éste lo hubiera chupado hacia abajo, y con el portazo de Pól -ñack-ñack- las llantas traseras de la cupé levantan una polvareda.
Segunda, tercera. Ya están en la ruta. Tercera, cuarta. La mano derecha de Luis está soldada a la palanca. Por la ventana, pegado al piso, Charlie ve los autos que la cupé deja atrás: -“¡Jaja forrooo!”- pasan a un Ford Sierra. Charlie palpa el asiento buscando el cinturón de seguridad que ‑se odia- no se animará a usar por no parecer cagón. Luis mete quinta. El cinturón no aparece. La Mazda es un scalextric endemoniado que devora líneas blancas, líneas dobles y hasta banquinas para adelantarse. Los ojos desorbitados de Charlie se asoman sobre el hombro de Pól –ñack-ñack-, en diagonal, y ven subir la aguja del velocímetro, vibrando como si tuviera vida propia y no le importara perderla. Las bocinas, frenazos y puteadas de los conductores emboscados quedan cubiertas por ráfagas eléctricas en los parlantes traseros, puro Iron Maiden:
You got to watch them ‑Be quick or be dead
Snake eyes in heaven ‑The thief’s in your head (bis)
Be quick or be dead- Be quick, quick, quick, quick
Or be dead, dead, dead, dead
Deben haber adelantado una docena de autos. A unos trescientos metros –sentido opuesto- se ve venir un camión de Agua Salus. Luis ignora, una vez más, la doble línea amarilla; su próxima víctima es una Renault 18 break, delante de ellos, que va a 120. Quinta, cuarta. Luis se pega al paragolpes de la break, esperando que la camioneta se abra hacia la banquina. Dos nenitos se asoman por la luneta trasera y Charlie pisa un freno imaginario que, por supuesto, no le responde. Pól le hace una morisqueta torpe a los nenitos. La break se abre un poco y Luis vira a la izquierda para pasar; Charlie sabe que no hay tiempo, morirán incrustados contra el camión. Los nenitos de la break –logra ver Charlie- ya están llorando. 130, 140; el camión hace luces pero tampoco afloja. 145, 150, tienen el camión casi encima, a su izquierda, y la break a la derecha, arrastrándose por media banquina. Luis mete quinta y pisa el gas justo cuando se abre la milimétrica oportunidad. La cupé pasa a la break y vuelve al carril derecho con un leve movimiento de muñeca, mordiendo la banquina con una rueda y haciendo saltar por el aire los libros de Charlie. Todo lo que queda del camión es su bocina, colgando en el aire, que se apaga a la distancia.
Sobre Punta Ballena la cupé lidera el pelotón. Charlie está seguro que la demencial carrera de Luis seguirá hasta La Mansa, pero en cambio, cuesta abajo, el pibe desacelera. Quinta, cuarta, sus Converse bailan sobre los pedales. Embrague y feroz rebaje a tercera. Luis, sonriendo, estanca la cola y desata otra oleada de bocinas y puteadas. Los espejos son su retina. Un Volkswagen Gol se desprende y pica para pasar, pero Luis pisa el acelerador –tercera, cuarta- y frustra los cálculos del Gol, dejándolo a merced de los que vienen en sentido contrario. Luis disfruta el arrugue desesperado del Gol para retomar la cola y salvar la vida. Rebaje, cuarta, tercera; Luis estira el pérfido jueguito unos kilómetros más.
Con la curva de Bulldog el velocímetro se vuelve a disparar. Be quick, or be dead- Charlie traga saliva y apreta el Manual de Supervivencia. El paisaje al costado se deshace a tal velocidad que -“corréte putoo’’- la Laguna del Diario se evapora de la vista. Empiezan las paradas de la Mansa, P41, 40, 39; la cupé las borra sin piedad. Tercera, cuarta. Cuarta, quinta. Los nervios de Charlie están por estrellarse contra el parabrisas. P30, 29 Luis se pasa todos los semáforos de Pinares y en la 24 pega un volantazo, se mete en la ESSO autoservicio y frena bruscamente delante de un surtidor, despertando al playero en la caja –“todo bien atrás?” –pregunta Luis sin detener el motor. Charlie ha perdido todo color. Sus manos sudadas rebuscan la manija para bajarse… ¡No hay puerta! Luis hace un gesto, y Pól se baja y enchufa una manguera de SUPER al tanque. Charlie siente el estómago revuelto. Amaga sacar la cabeza por la hendija del asiento delantero pero los vapores de la SUPER lo tiran para atrás. Pól sostiene la manguera con ambas manos; parece estrangular una serpiente venenosa. Cuando la aguja marca tres cuartos de tanque Luis pisa el embrague y grita –“¡dale boludo vamoos!”. Charlie no quiere creer lo que escucha. El metro ochenta y cinco de Pól duda ante la orden recibida: –“¡¡Dejála vamos boludo!!” ‑las gomas queman el pavimento despidiendo un humo gris. El playero está saliendo del minishop. Pól ‑ñáck ñáck- saca manguera del tanque y la mira unos segundos para unir sus neuronas. ¡Plaff! la estampa finalmente contra el piso y se mete en la Mazda, que sale hacia la rambla como un misil. Charlie puede escuchar la lejanía del playero putaendo desde la ESSO mientras la cupé retoma su carrera a fondo por la Mansa. P19…12…7…En Posto 5 Luis para en un semáforo y Charlie logra modular sus únicas palabras del viaje: -”me…me bajo acáa”. Pól abre la puerta, corre el asiento -ñáck ñáck- y Charlie hace pie en la banquina. Luis ya metió primera, el escape de la Mazda pega un grito y desaparece por la rambla. Charlie da dos pasos. Le tiemblan las piernas; tropieza con el asfalto rugoso y se le caen los libros. Se dobla hacia adelante para recogerlos, pero sin más, en una arcada incontenible, vomita los panchos y el choclo sobre el Manual de Supervivencia.
escuchá la música de “El Lingote” acá
4. El salón de Chop Garden sobre Gorlero es enorme. Furiosos ventiladores se miden contra el calor de los hornos que despachan muzzarelas mediodía, tarde y noche. El plantel de mozos corre de una punta a la otra, con licuados y tablas de pizza al corte.
El grupo se ubica en tres mesas juntas al fondo del local. Bali en el centro, ha monopolizado la charla una vez más, hablando de la moda en Ibiza, isla-ciudad-continente en la que –lo tienen todos claro- jamás ha puesto un pie. Zam, rockero de ley, le objeta la música latosa que acompaña la tendencia y Bali, entusiasmado, redobla su argumentación. Mientras, Ax, Charlie, R y Merwin despegan con avidez los rectángulos de pizza recién llegados, estirando al infinito los hilos de muzzarela. No les preocupa el debate del dúo. Los conocen demasiado y saben que está todo bien. Desde que Zam le dio cabida al chico nuevo ‑del interior, con apellido italiano- en su conservador secundario, él y Bali se hicieron inseparables. Incluso han trabajado juntos de DJs en fiestas y casamientos los fines de semana. Bali es, además, el benjamín de una familia numerosa. Su mayor temor es quedar al margen, por lo que se toma cada actividad –deportiva o social, la que sea- como una competencia que debe ganar.
Para la segunda ronda de pizzas caen Iky, Pól y Luis. Ya no quedan mesas que agregar, pero se las arreglan con sillas sueltas y compactan la alineación. Luis queda frente a Bali, e inmediatamente lo interrumpe con uno de sus cuentos. Impone su carisma y la audiencia agradece cambiar el canal de la tediosa discusión. Para Bali es un pelotazo en la cara. Calculando bien el timing devuelve la pelota –“¿¿Alguien quiere más birra??”, justo cuando Luis tira el remate de su historia. La bola va y viene. Comentario que hace uno es desmerecido por el otro; se bajan el precio por turnos mientras el público se entretiene.
Sobre el final de las pizzas Bali decide jugar fuerte y revela su secreto mejor guardado. Hace una pausa teatral y cuenta que con una amiga están fabricando una línea de ropa ibiceña –por ibicenca. De hecho esta noche ha salido con el primer prototipo puesto; unas babuchas abultadas que se ajustan a los tobillos. -”¿De qué son?” pregunta Luis intuyendo un resbalón de su rival. Bali se hincha de orgullo, es el dueño de la agenda. Se para, empujando aparatosamente su silla hacia atrás, hace una pinza con los dedos tomando un pliegue de la babucha y dice satisfecho: -“de poplín”. Luis mira a un lado y otro de la mesa, y como director de orquesta reclutando voluntades con la batuta, toma aire y descerraja un -”JUUAAAAAAAAAAAÁAAAAA”, con el que estalla la mesa entera… La risotada ha sorprendido a Ax empinando su chop, y le sale un chorro de cerveza por la nariz. Se le ponen los ojos rojos, pero no puede detener su propia carcajada: -”de poplíiíííínnnn JAJAJAJAAAAA”-. La humillación es completa. Luis cierra el partido y va por la copa – “Che-Poplín, ¡pasáme la jarra!”
5. Zam estaciona en José Dodera y Enrique Burnett, calzando el Lingote detrás de un carrito ambulante. No ha sido fácil; el recital ha sacudido la tranquilidad de Maldonado, y las calles aledañas al Campus están inundadas con patentes argentinas. El programa tiene a Joe Cocker como artista principal, pero ellos van por Billy Idol, que precederá al veterano irlandés. Los tres (Ax, Zam, R) confían en dar con la manera de entrar. Ninguno tiene entrada ni plata para la reventa. Bali, entretanto, se quedó por el centro. Está haciendo lo imposible para figurar en la lista de invitados a La Fiesta de Blanco.
El estadio es una larga herradura de tribunas, sobrepasada por un escenario diseñado para estadios mucho más grandes, como el Monumental, donde se montó días atrás. Por ahora se escucha –ensordecedora- la música de la radio convocante, la misma que desde hace dos semanas promociona el evento a toda hora y en cada playa. El puente de luces satura la tarde con haces de colores. Los amigos han caído presas de la ansiedad. No hay otra cosa en el mundo más importante que este preciso momento: ¡tienen que entrar! Apuran el paso hacia la entrada para evaluar la situación. Es obvio que no hay modo de entrar sin pagar ese abuso en dólares.
Recordando las fiestas en El Molino, Ax propone dar otra vuelta a la cancha y buscar un farol, ventana o árbol y treparse hacia las gradas, sin duda llenas. Se largan los teloneros –una banda hitera de verano- y el trío desespera. Los únicos postes sobre la vereda ‑sostienen señales de tránsito- quedan cortos respecto a las ventanas, que además están cerradas. Imposible. No hay hendija, puerta de servicio ni boca de ventilación que de un mínimo pie a su esperanza. Las torres de sonido anuncian el siguiente plato. Estallan fuegos artificiales que iluminan toda Maldonado y entregan al viento su rastro de pólvora: “¡Here she comes down sayin´ Mony Mony!” grita Billy Idol.
- “Probemos la otra la entrada”- propone Zam, que ya no oculta su impaciencia.
— “Por ahí no entramos ni en pedo, esa es la de los músicos y el VIP”- dice Ax
-“¿ese no es Luis?”- R señala a un tipo mostrándole su credencial al de seguridad del VIP, a unos treinta metros. Se largan a la carrera como Carl Lewis con el pistoletazo de salida, mientras Luis camina –confiado- hacia el corralito VIP. Todavía hay tiempo de alcanzarlo y que los haga entrar. Las coristas entonan su “¡Mony Mony!”, más agudo.
-“¡Luuuiiiis!” gritan Zam y Ax a la par, antes de llegar a la valla de seguridad. Luis da vuelta la cabeza, sonríe como si fuera famoso y se mete, desapareciendo, en la zona del VIP. “¡Mony Mony!”
El trío, resignado, se acomoda en el espacio de una esquina que separa las tribunas, detrás de la reja. Se ven las luces y –de refilón- un cachito del escenario. Por lo menos se escucha la música. También pueden ver a los privilegiados del VIP, al pie del escenario: varios periodistas de rock y mucha cara de revistas, como la modelo rubia de moda. Parece algo incómoda, o aburrida.
-“Era trucha seguro boludo”- dice Zam en referencia a la credencial de Luis.
-“Para mi se la afanó en la playa”- dice Ax. En verdad lo envidian los tres.
Los ojos de R estan fijos en el VIP. Como un paparazzi mental activa su cámara en modo repetición. El foco es ‑por supuesto- la rubia, pero en Flesh for Fantasy se cuela en la escena un tipo de flequillo metalero, sin el menor interés en el recital. Cuadro a cuadro, furtivo como un escualo en un mar de cabezas que miran hacia arriba, Luis se acerca a la chica. Ya no es posible remover su expresión –decidida, implacable- de la toma. Con la excusa de la música al palo, Luis apunta tres palabras al oído de la chica, y el cuadro siguiente registra la sonrisa de la modelo, enorme y espléndida, como si las páginas de la revista hubieran cobrado vida.
6. La tercera es la semana de las piñas. La primera es inexplicable, la segunda –de pedo- inexistente, y la última, casi impune. El dictado social requiere auto. El amanecer sobre la playa que le sigue a una noche de boliches posterga toda actividad hasta bien entrada la tarde. Más o menos a la tres; a veces a las cuatro. A la playa se va a Montoya o a Bikini, pasando La Barra, a quince kilómetros del centro, donde paran ellos. Y un par de horas más tarde hay que estar en Solanas o Las Grutas ‑otros veinticinco kilómetros, pero en la punta opuesta- y, con el atardecer, recoger tarjetas para las fiestas de la noche. O en el mejor de los casos, parlarse alguna minita en la playa para verse en el centro después…calendario corrido.
Los faros cuadrados del Lingote persiguen al Milky de Julián – un viejo Dodge mil quinientos naranja- por el camino interno, sin asfalto pero tampoco semáforos. Van rápido y levantan mucho polvo; su atardecer social está en peligro. La oscuridad esconde el cartel de Pilsen, pasando El Jaguel, donde hay que doblar. Julián duda: ¿era ése? Zam agarra un pozo –“La PÚUU-TAMADRE”, y Julián interpreta –por el espejo- que le hace luces altas, como si se hubieran pasado. Por cansancio o estupidez frena de golpe, y el auto se le va de cola. El Lingote clava los frenos pero la inercia es demasiada, y Zam, que evita un peligroso volantazo, impacta de trompa al Milky, a la altura del tanque. Se bajan ambos. Nadie está golpeado y Zam respira aliviado: apenas un raspón en el paragolpes del Lingote. El Milky se ha llevado la peor parte, con un bollo que tampoco es grave. –“qué le hashee una mancha masshh al tigre”- dice Julián, rascándose de punta a punta su ininterrumpida ceja.
La cupé de Luis y el Spazio tuneado de Iky protagonizan la siguiente carrerita. Saliendo de noche del San Felix, la Mazda va delante del Spazio por el Resalero, sobre la playa El Emir. En el primer semáforo rojo, donde arranca La Brava, Luis se pega al cordón. Iky cae en la celada y se le pone a la par, en el carril despejado. Sin soltar el embrague, Luis pisa el acelerador y sella el desafío: RAAM!…ruge la cupé. RAAAAM!…contesta el Spazio. Acá ya no hay amigos. Amarillo. Todavía hay tiempo de echarse atrás, pero la mirada de Luis dice: “si te quedás sos puto”. Arranca sin verde e Iky, intimidado, pone primera y pisa el fierro. Se adelanta por la Rambla Luis, pero justo antes de Los Dedos Iky mete cuarta y lo alcanza. En el edificio Mare Nostrum –ya van a 100- deben, teóricamente, aminorar por los cruces. Sin embargo Luis escala a 110 y relega al cauto Spazio. La cupé sostiene la vanguardia todo el tramo recto de la Parada 2 logrando que Iky le exija a su Spazio lo que tal vez no tiene. Cuando logra acercarse, Iky amaga pasar por uno y otro costado gritando que está vivo y que, a la primera de cambio, no perdonará. Luis calcula fríamente la maniobra que sigue. Tiene al Spazio pegado atrás, y sabe que Iky hará su intento justo antes de la curva, cuando bajen –forzosamente- la velocidad. Él, en cambio, hace un rebaje y pone el guiño a la derecha, hacia el parking de La Olla, como si el parador fuera la meta. Inmediatamente deriva la cupé unos metros por la entrante. El espejo dice que Iky picó –gira también- y que se tragó anzuelo, boya y plomada. Entonces Luis, con un volantazo, deshace su giro y retoma la Rambla en curva. Quizás por su tamaño, o la adrenalina del conductor que frena y gira a centímetros de la saliente, el Spazio evita la piña y un vuelco cantado. Iky siente la nuca fría y solo ahí comprende la trampa; su fin asesino: hacerlo comer el cordón. Luis se ha detenido a pocos metros del edificio Estrella de mar.-“¡¿qué hacés pelotudo?! ¡me podría haber matado!”- dice Iky con la ventanilla baja y la cara aterrada. Luis contesta con una sonrisa y arranca: ha obtenido lo que buscaba.
Luis y su cupé han salido indemnes en cada ruta y camino; cuesta, curva o rotonda. La última piña –muy real- no estaba en sus planes. El cielo de la mañana es bien celeste y en la calle no hay un perro. Viene bajando por El Remanso desde el puerto, pensando en los yates que acaba de ver; imponentes bajo el sol, que ahora le da en los ojos de frente. Cruza Los Meros y baja el parasol, pero es tarde: ¡CRASHH! se la pone contra un taxi detenido en la puerta de un hotel. El taxista se baja furioso. Las luces traseras de su Mercedes están rotas ‑hay fragmentos en el asfalto- y el paragolpes está hundido en el baúl. A la cupé, en cambio, le ha pasado poco y nada. Luis sale de auto decidido por su acto de matón. Solo que del hotel ya está saliendo el portero, y ahora son dos uruguayos contra un porteño. Además, por la esquina con Las Gaviotas viene llegando un cana. Han rodeado a Luis.
-“Tranquilo, mi seguro te lo paga.” – dice Luis, cambiando el semblante al modo simpático-comprador. Tiene clarísimo que el seguro está vencido. –“Pasáme tus datos”
-“¿Dónde parás gurí?” pregunta el policía cuando el intercambio termina: -“Vamos, te acompaño”. Luis no intenta ningún truco; cuando salte el quilombo a fin de mes ya estará de vuelta en Buenos Aires.
7. Son las once y la canilla gotea, como siempre. Bali llega al San Félix con mucha manija. Irrumpe en la cocina anunciando que consiguió una entrada de último minuto para “La Fiesta de Blanco”, en LeClub. No hay mejor marco para promocionar su emprendimiento textil, luciendo sus propios modelos y codeándose con la créme a la que aspira. Luis y Pól, como cada tarde, juegan al truco en la mesa de la cocina; Zam y Julián charlan apoyados en la mesada. R lee. Todavía es temprano para salir pero Bali, preventivamente, acapara la ducha. Zam pone la plancha al fuego y tira un paty.
–“¿Me ponés uno Zam?”- pregunta R
-“Yo me hago MI Paty y vos te hacés TU Paty”- dice Zam. Julián mira como si lo dijera en joda. R que lo conoce mejor, se resigna y espera su turno.
Pasan quince minutos y Bali sigue en el baño. Zam le pone Sabora a su tercer Paty. Sobre la plancha caliente, R da vuelta el suyo. Luis emparda el envido de Pól y define el truco con un ancho de bastos; se levanta de la silla y, aunque no tiene planes urgentes, golpea la puerta del baño:
-“¿te estás poniendo linda?”- pregunta Luis.
-“Ya salgooo”- dice Bali. A los cinco minutos Luis insiste. Bali lo ignora y prende el secador de pelo.
-“¡Dale boludo me tengo que ir!”, grita Luis, fingiendo calentura.
–“YA VAAA ¡imbécil!”- contesta Bali. Luis sonrie. En la cocina se miran. Pól saca una coca de la heladera, se sirve un vaso, y se sienta a la mesa con los demás. Tras los patys, están comiendo la ensalada que hizo Julián. La canilla sigue goteando. Luis saca el Nesquik de la alacena con olor a moho y un vaso alto de la otra, la que se le traba la puerta. Ya no se escuchan ruidos en el baño. Bali se mira en el espejo por última vez –esta fiesta es suya- y sale del baño justo cuando Luis abre la heladera y se inclina para sacar la leche.
A Bali lo precede una nube de perfume Calvin Klein. Entra en la cocina sabiendo muy bien que este es su primer test de la noche. El grupo se da vuelta en bloque, esperando alguna réplica por el intercambio de hace dos minutos. Bali está de punta en blanco. En contraste con su piel tostada, sus famosas babuchas de poplín, camisa y pañuelo en la cabeza, gritan “¡mírenme!”. Hasta que Luis se yergue –tiene la jarra en la mano‑, cierra la puerta de la heladera y dice, ignorándo el numerito:
-“boludo, la próxima vez te saco de una patada en el orto”. Se da vuelta y se pone a preparar su vaso de Nesquik, revolviendo con un tenedor porque la cucharita no llega al fondo. Envalentonado, quizás por los centímetros que ha ganado con sus zapatos con plataforma de estreno, o por el personaje que ha armado para la fiesta delante del espejo, Bali contesta. No es lo más prudente; tampoco lo más práctico. Pero nadie le va arruinar su momento, y el grupo lo está mirando:
-“a quién vas a sacar vos…” – dice Bali, plantado, con su mejor voz carraspeada.
-“¡¡a vos forro!!”, dice Luis, y se acerca un paso. Disfruta la pelea por anticipado.
-“qué pasa boludo, ¿te colgaron hoy?”- dice Bali con ironía, subiendo la apuesta- “Si conseguía otra entrada te llevaba”- Los de la mesa empiezan a preguntarse qué hacer cuando lo inminente estalle… ¿elegir bando o frenarlos?
-“me importa un carajo tu fiestita, maraca” dice Luis. Da un pequeño sorbo a su Nesquik y otro paso hacia Bali.
-“JA, JA qué creativo sos Luisito… boludo ¿no tenés algo mejor?”- dice Bali sin parpadear, convencido que, a la vista de todos, él ganó y es el gallo más fuerte del corral. Mantiene su sonrisa más asertiva y ya calcula cómo llegar a LeClub. Sobre la cocina cae un silencio tan inmaculado que ‑observa R- hasta la gota de la canilla se ha detenido. Exactamente el momento que esperaba Luis.
El Nesquikazo es tan brusco, tan preciso y tan gozado que Bali, en shock, se limita a contemplar la mancha gris que engulle las fibras de su conjuntito. Es un pleno en el pecho; la camisa gotea en sus babuchas hasta las rodillas.
-“Qué hacéees, ¡¡ENFERMOOO!!”- dice Bali, sacado, cuando logra reaccionar. El vaso está vacío, en la mano derecha de Luis, que ahora lo mira serio; sus ojos tienen fuego. Bali sabe que esperan un movimiento suyo para tirársele encima. Pól está alerta. Zam se levanta, bien para intervenir o dejar la cocina con cautela. De acá alguno al hospital, piensa Julián. Solo se escucha ñack-ñack. Y en eso tres fuertes golpes hacen temblar la puerta:
-“¡LA POLICÍA, ABRAN!”. Se miran todos y abre Zam. -“Vos,”- dice uno de los canas señalando a Luis- “vení para acá”. En segundo plano se asoma el taxista del mercho.
En el depto todos, incluso Pól, se relajan cuando Luis sube al patrullero.
Bali prende un cigarrillo; ya no quiere ir a la fiesta. Su linda cara permanece intacta, pero siente en la boca la bilis del ego mellado.
8. La siguiente mañana es de lo más confusa. Luis pasó media noche dando explicaciones en la seccional, y, para que lo largaran, debió colaborar con “la Cooperativa de la fuerza”. En dólares. Ambos, él y Pól, hacen el bolso a las apuradas; se vuelven ya mismo a Buenos Aires, una semana antes. Nadie pregunta lo que ya todos saben: a los canas les dio los falsos. La cupé Madza muerde el asfalto una vez más, en ruta directa a Montevideo. Ésta carrera va en serio.
9. Hasta bien entrado el año, R no vuelve a saber de Luis. Parece que ha conseguido un puesto jerárquico –ñoqui, sin duda- en la Biblioteca del Congreso Nacional. El sueldo sobra para salir con la modelo; otro requisito indispensable para a escalar sus ambiciones. Su fiel ladero Pól ‑algo desplazado ahora- intenta una y otra carrera, hasta estacionarse como administrador en unas cocheras del microcentro.
Con alguna excepción, el resto del grupo prosigue sus estudios en universidades privadas, muy enfocados en la salida laboral de tipo “empresarial”. Algo de la llama emprendedora se ha extinguido en Bali al terminar la temporada. En muy poco tiempo descubrirá que la escalera corporativa es el ejercicio ideal para su afición competitiva.
Aquella foto grupal fue tomada, casi sin dudas, tras el “allanamiento” del San Félix, los días finales de ese verano al palo. Un último ensayo, en el amanecer de otra etapa.
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