La distancia a lo de su novia es incómoda: algo lejos para ir caminando, no se justifica el taxi y la cuerina del asiento, en el colectivo, no llega a calentarse. R baja del 128, da un vistazo a su muñeca izquierda e intenta relajarse -Estamos bien. Quiere ser puntual, si bien deja pasar dos o tres minutos de las 9, la hora acordada para esta importante ocasión. Mejor darle a los anfitriones unos minutos más para acomodar las cosas. A sus veitipico, el chico sabe que la primera impresión cuenta.
La distancia a lo de su novia es incómoda: algo lejos para ir caminando, no se justifica el taxi y la cuerina del asiento, en el colectivo, no llega a calentarse. R baja del 128, da un vistazo a su muñeca izquierda e intenta relajarse -Estamos bien. Quiere ser puntual, si bien deja pasar dos o tres minutos de las 9, la hora acordada para esta importante ocasión. Mejor darle a los anfitriones unos minutos más para acomodar las cosas. A sus veitipico, el chico sabe que la primera impresión cuenta.
E le ha confiado que sus padres son algo mayores. En particular el padre; mayor y ‑ha deducido él- buen exponente de la rigidez de otras épocas. Disciplina, trabajo y, quizás ‑R piensa en su abuela- generosidad. Existe otro factor a tener en cuenta: E es hija única. Y si se lo permitiera, él agregaría que los padres tienen buenas razones para celarla. Cada cabello rubio escandinavo, cada rasgo de su delicado rostro, y, sobre todo su caligrafía ‑redonda, perfectamente alineada- dicen que la hija es su princesa; amada y criada en un reino de tres. Así todo, R se tiene fe. No será ésta la primera vez que lo presenten oficialmente; él ha tenido otras novias. ¿Por qué se pone nervioso, entonces, cuando la voz del portero eléctrico contesta su medido timbrazo con ese – “…Adelantee…”? ¿Es lo demodé de la palabra, su entonación señorial? Se lo pregunta con la certeza de estar subiéndo por un ascensor corriente, en un edificio más de la Av. Coronel Díaz, y de que éstos ya son los noventa.
E abre la puerta sin su habitual sonrisa. Viste de negro inmaculado, y en su pecho destaca un colgante moderno. No bien pone un pie dentro, R siente el cacheteo de un fortísimo popurrí, que ubica luego sobre la repisa de las llaves. También flota el aroma de algo que se cocina cerca y R duda: se supone que, tras la presentación, irán al cine… ¡Nadie dijo cena!
La madre es apenas más baja que su novia y menos mayor que el padre. Recuerda a Brigitte Bardot con sus años de gloria detrás. Es igual de rubia, tiene algún kilo demás y está de negro también. Sale de la cocina ‑ella sí- con gran sonrisa, y parece secarse las manos con un repasador. La cara de E ‑parecido evidente con ambos progenitores- la desmiente; la madre ha preparado lo que fuera con horas de anticipación. De modo análogo, el padre se despega de una aparente comodidad, y al levantarse deja La Nación sobre el sillón de pana verde. Su caja torácica, a la Charles Atlas, parece calcada de una historieta vieja. Lleva puesta una camisa blanca a cuadrillé arremangada; sus brazos han estado recientemente al sol. R nota el bigotito Ángel Labruna cuando el padre pronuncia sus floridas palabras de bienvenida. Es mayor sí, pero se lo ve fuerte. Tanto como su apretón de manos, que dice además que sus huesos siguen duros, como las ramas de un roble que no se inmuta en la tormenta. Y sin embargo, lo que más le llama la atención a R es su cabeza: cuadrada y maciza, como un meteorito caído en el ártico, en el siglo pasado.
-Sentáte acá, querido- dice la madre señalando el sillón que enfrenta al del padre, y se vuelve a la cocina. ¿Por qué la siente molesta a su novia?
R agradece y se sienta con soltura. Responde con fluidez, cuidando emparejar el tono del padre. Y por supuesto, le sostiene la mirada. Distraerse con el entorno sería un error; su consideración sobre las cortinas de voile, la mesita en estructura de bronce a su costado derecho, y los adornos de revista de decoración pueden esperar.
E y su madre están hablando en la cocina. Sin ser una discusión, el tono de su novia lo sorprende. Recibe el dejo de un reproche, incluso impaciencia, con los que confronta la efervescencia de la madre. A los dos minutos la chica trae una bandeja y la apoya sobre la mesa ratona que separa ‑enfrentados- a padre y novio, y se sienta en el butacón suelto. R se tranquiliza un poco. No habrá cena, solo un elaborado entremés para acompañar la presentación. Marco suficiente como para comunicar los valores familiares, cuanto para medir al pretendiente: modales, palabras, sobre todo el trato que le dispensa a su hija.
R pregunta, con buen tino, si han estado de vacaciones. La iniciativa es importante, y él, ‑defensor en el fútbol del colegio- se siente más cómodo con la pelota en campo ajeno. El padre sonríe, evocando sus vacaciones recientes.
-Tenemos un departamentito en Punta del Este- dice orgulloso.
Vamos bien -se felicita R; su propio pasado esteño le sobra para la charla entera. E se limita a observar el intercambio. La madre, como quien no quiere la cosa, ofrece:
-¿Te sirvo algo de tomar…Coca-Cola, una cerveza?
R la mira con gratitud y contesta, sin perder palabra del relato paterno ni pisar la cáscara de banana:
-Coca-Cola, muchas gracias.
Es como si la tuviera preparada; la madre trae inmediatamente otra bandeja con un vaso de vidrio tallado, una lata que suda heladera y un balde con hielo. Siguiendo su papel en el guión, R descubre el balde, toma la pinza y pone varios cubitos en el vaso; abre la lata con suavidad -pffff- y sirve la Coca con meditada gracia. Suerte que la madre trajo bebida: la losa radiante está a full. Con los ojos fijos en el relato del padre, R da un primer sorbo a su Coca.
El cuento sigue:
-Y el asado de Chuly estaba delicioso- continúa el padre.
¿Quién carajo será Chuly?- piensa R, comprendiendo que los pocos segundos preparando la bebida le han costado el hilo de la narración. Tranquilo. Es claro que se trata de un amigo o familiar cercano. Da igual. Sus ojos no se han movido; si presta atención a lo que sigue, el cuadro se completará pronto. R da un trago a su vaso que ‑nota con los dedos- ha empezado a transpirar.
Efectivamente, Chuly es una especie de cuñado al que, según parece, no le va nada mal. Ya está; el apuro pasó. Solo un desliz. R arriesga otro bocado que da en blanco, y el padre retoma la perorata. Todo controlado. El siguiente sorbo dulce y helado es casi un premio, y le sienta de maravillas. Pero ¡cuidado! Si tomase mucho de golpe podrían entrarle ganas de ir al baño y ésto, por supuesto, cortaría la anécdota en curso. ¿Para qué interrumpir el perfecto fluir de las cosas? -Bien pensado. Distendiéndose, R estira su brazo derecho hacia mesita lateral. Delante ya no hay donde dejarlo: con tanto saladito, tanta salchichita, la madre ha copado la ratona. Su mano va a apoyar el vaso pero el tanteo preliminar no da con el vidrio. Por las dudas lo retiene. Quién dice la madre haya dejado algo ahí también, y éste detalle se le haya escapado. Además está el apoyabrazo, un obstáculo natural. Debe de haberse apoltronado involuntariamente, quedando algo bajo respecto de la mesita. ¡Ojo! Tampoco puede darse el lujo de descuidar la postura…el padre lo notará tarde o temprano. Razón demás para, sin desviar la mirada, enderezar la columna deslizando el culo hacia atrás. Bien.
-La quinta de Chuly en Ingeniero Maschwitz tiene una parra gloriosa- informa el padre.
Y dale con Chuly- se dice R, registrando, una vez más, la disconformidad de su novia: ¿qué la irrita tanto; lo relatado o el relator? La madre festeja la anécdota del padre y R sonríe con la corriente, pero entonces se le cuela una pregunta incómoda: ¿a qué se deben las diferencias de edad?
La servilleta que mantiene entre la mano y el vaso ya está empapada. Como si escuchara sus pensamientos, la madre le agrega más hielos y vacía el resto de la lata en su vaso.
-Gracias- dice R distrayendo a propósito la vista hacia la señora.
Quiere aprovechar el volteo para comprobar la altura de la mesita y así, por fin, dejar el vaso tranquilo. Pero la carcajada súbita del padre al rematar la anéctdota le frusta el plan.
Seguidamente, el padre le hace una pregunta sobre la facultad. Debe saber perfectamente que son compañeros en alguna materia con E; es la excusa para escucharlo exponer un argumento. Una vez más, R se tiene fe. La respuesta se suple fácil ‑piensa‑, bastará una vaguedad bien entonada. Nada de entrar en política ni, Dios nos guarde, religión. Los planes futuros, blá blá, terminar la facultad y trabajar para ir juntando experiencia, blá y blá. Pelota despejada y el arquero tranquilo: libre para volver al problema del vaso. Ya se ha acomodado en el sillón y vuelve a estirar el brazo hacia la mesita; no hay dudas que ahora, a la altura correcta, hará contacto con el vidrio.
La mirada de su novia parece haber cambiado a resignación, quizá tedio. Si estuvieran en clase, la vería tomar una lapicera y pasar el rato dibujando laberintos espiralados. Pero acá no puede y, supone R, el resultado del test también la intriga. ¿Dónde mierda está?- se pregunta el chico, ante el apoyo esquivo. La frustración crece. Vuelve a razonar: estoy al lado de la mesita. No tengo brazos cortos y ya estoy derecho. ¿A qué edad se habrán casado?
Y en eso ve, en los ojos del padre, un brillo distinto. Es mínimo, pero ahí está. Como si hubieran notado no retener el cien por cien de su atención, le tira otra pregunta que tiene, ésta vez, un poquito de veneno. Incluso su novia sale del trance y mira de un lado al otro. Relajarse ha sido un descuido, pero acá no ha pasado nada. Va a demostrarle a este señor que no le teme y que está perfectamente a la altura. Por las dudas, R retrae nuevamente el brazo. El misterio del vidrio ya se aclarará. Con un poco de concentración puede salir del paso. Se tiene fe.
-”me quedé pensando en lo decías -te puedo tutear ¿no?- hace un rato sobre...” arriesga R.
La audacia logra dar vuelta la escopeta. La madre aprueba y el molesto brillo cede; prueba superada. Pero resbalón no ha sido gratis. Ya como consecuencia de la Coca que apuró para dejar atrás el mal trago, o por el estrés que se ha ido apilando, le han dado ganas de ir al baño. Ganas que deberá aguantar, por supuesto, hasta que sea la hora de arrancar para el cine. R no piensa levantarse y mucho menos amagar un vistazo a su reloj… Esto se ha hecho personal. ¡Si al menos pudiera dejar el puto vaso!
Siente la mano mojada, y el brazo ‑estirado- se le empieza a entumecer. A no desesperar. Repasemos. La postura: correcta. La distancia: suficiente. La mesita: acá nomás. El vidrio: tiene que estar ahí. Y sin embargo duda. ¿No estará uno o dos centímetros más bajo? ¡Eso! Tiene que ser. No hay otra explicación, salvo ridícula. ¿Y si la madre se agachó detrás del sillón ‑digamos, al volver de la la cocina- y sacó el vidrio para tenderle una trampa? Imposible creerlo. Mucho menos así, toda emperifollada. Pero el vidrio tampoco se puede esfumar por arte de magia. Tiene que estar ahí, solo que unos centímetros más abajo, y por eso no llega a tocarlo. Visto así, es obvio. La novia se impacienta y mira su relojito de diseño ‑cuadrante redondo de un centímetro de espesor- quizá para ponerle coto al padre, a la madre, o a ambos. Pero el padre no acusa recibo:
-Chuly está haciendo cuchillos en la quinta. Cuchillos artesanales…son una ma-ra-villa!
Las ganas de mear se le han hecho incontenibles y R sabe lo que significa: ¡tiene que actuar! El estante de vidrio está ahí ‑se ha convencido- y no hay señales de comida en la mesita. Solo resta definir el mejor movimiento; sobre todo, el menos audible. Aún fueran milímetros, el choque del vaso contra el vidrio sonaría feo. Además está lleno de hielos. Ya sé ‑piensa R- dejo la servilleta empapada primero y largo el vaso después. Suficiente amortiguación de impacto y ruido. ¡Astuto! Inmediatamente apresta el último detalle del plan: sostener el vaso con la punta de los dedos, como una enorme araña con sus patas sobre el borde. Así acortará la distancia y logrará un ángulo cercano a cero, imprescindible para que el contacto sea el correcto.¡Vamos! R deja caer la servilleta mojada y E lo mira con cara rara, como diciendo ¿qué hacés?, pero R ‑con fe, también alivio- suelta el bendito vaso.
Dicen que, con la inminencia de la muerte y en un instante, se ve pasar delante la vida completa. En cambio ‑el descenso del vaso es indetenible- R visualiza la verdadera explicación al tormento: los mil y un preparativos para la velada incluyeron el pulido de los bronces y, sin dudas, la limpieza de vidrios. La madre olvidó colocar el vidrio de vuelta en la estructura de la mesita, el cual ‑apostaría- quedó detrás del sillón, antes del último paso de la aspiradora.
¡¡CRAAASSHHHH!! El vaso se estrella contra el parquet y vuelan hielos para todos lados. A la mierda Chuly, sus cuchillos, el quincho y su puta quinta en Maschwitz, el estallido trunca la historia y el salón, por unos segundos preciosos, queda en silencio. De los presentes, la novia es la más sorprendida. Es su primera sonrisa de la noche.
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